Batalla de Cannae
Ante esta situación política (Segunda Guerra Púnica: Tercera Parte), el Senado Romano no renovó los poderes dictatoriales a la finalización del mandato de Fabio. En 216 a.C., las elecciones consulares finalizaron con la elección de Cayo Terencio Varrón y Lucio Emilio Paulo, que tomaron el mando del ejército que se había reclutado para enfrentarse a Aníbal. El ejército reunido superaba en tamaño a cualquier ejército anterior en la historia romana hasta esa fecha, y sobre su composición Polibio escribió lo siguiente:
«El Senado determinó llevar ocho legiones al campo de batalla, algo que Roma no había hecho nunca; cada una estaba formada por casi diez mil hombres. (…) La mayoría de sus guerras se deciden por un cónsul y dos legiones con su cuota de aliados y raramente emplean las cuatro al mismo tiempo en un único servicio. Pero en esta ocasión, tan grande era la alarma y el terror de lo que podría suceder, que decidieron enviar no cuatro sino ocho legiones al campo de batalla.»
Estas legiones, junto con una estimación de unos 2.400 soldados de caballería romana, formaban el núcleo de un inmenso ejército. Estando cada legión acompañada de un número igual de soldados aliados y con una caballería aliada de unos 4.000 hombres, el ejército total que se enfrentó a Aníbal superaba los 85.000 hombres.
En la primavera de 216 a. C., Aníbal tomó la iniciativa y asedió un gran depósito de suministros ubicado en la ciudad de Cannae, en las llanuras de Apulia. Con ello se situó estratégicamente entre los romanos y una de sus principales fuentes de suministro. Polibio comenta que la captura de Cannae «causó una gran conmoción en el ejército romano; pues no sólo se trataba de la pérdida del lugar y de los almacenes, sino del hecho de que con ello se perdía todo el distrito«. Los cónsules, decididos a enfrentarse a Aníbal, marcharon hacia el sur.
Tras dos días de marcha se encontraron con él en la ribera izquierda del río Aufidus y acamparon a unos 10 kilómetros de distancia. Supuestamente, un oficial cartaginés llamado Gisgo hizo un comentario sobre el gran tamaño del ejército romano. Aníbal le contestó «Otra cosa que se te ha pasado, Gisgo, es todavía más sorprendente: que aunque haya tantos de ellos, no hay ninguno entre todos que se llame Gisgo«. El comentario de Aníbal despertó la risa de sus inquietos hombres.
Normalmente cada uno de los dos cónsules dirigía su parte del ejército, pero dado que los dos ejércitos estaban unidos en uno solo, la ley romana les ordenaba la alternancia diaria en el mando. Parece ser que Aníbal era conocedor de este hecho y que planeó su estrategia de acuerdo a ello.
El cónsul Varrón, que estaba al mando el primer día, es presentado por las fuentes antiguas como un hombre de naturaleza descuidada y que estaba determinado en vencer. Mientras que los romanos se acercaban a Cannae, una pequeña porción de las fuerzas de Aníbal emboscaron al ejército romano y Varrón repelió con éxito el ataque. Esta victoria, aunque se trató más de una escaramuza sin valor estratégico que de una verdadera victoria militar, disparó la confianza del ejército romano y es posible que la del propio Varrón. El cónsul Paulo, sin embargo, era contrario a proceder al enfrentamiento tal y como se estaba planteando. Al contrario que Varrón, éste cónsul era un hombre prudente y cauteloso y consideraba que era estúpido luchar en campo abierto contra Aníbal a pesar de la superioridad numérica de los romanos. Esto tenía sentido táctico puesto que Aníbal seguía manteniendo su ventaja en el ámbito de las tropas de caballería, en donde contaba con mayor número de efectivos y de mayor calidad. Sin embargo, y a pesar de sus reticencias, Paulo tampoco consideró acertado retirar al ejército tras ese éxito inicial y decidió acampar con dos tercios de su ejército al este del río Aufidus, enviando al resto de sus hombres a fortificar una posición en la ribera opuesta. El propósito del segundo campamento era cubrir a las partidas de forrajeadores del campamento principal y poder hostigar las del enemigo.
Los dos ejércitos permanecieron en sus localizaciones durante dos días. En el segundo día Aníbal, conocedor de que Varrón estaría al mando al día siguiente, salió del campamento y ofreció batalla a los romanos. Paulo, sin embargo, rechazó la invitación. En ese momento el cartaginés, conocedor de la importancia del agua del río Aufidus para el ejército romano, envió su caballería al campamento de menor tamaño para acosar a los soldados que salían a abastecerse fuera de las fortificaciones. Según Polibio, su caballería dio vueltas sin oposición hasta el campamento romano, creando el caos y cortando el suministro de agua.
Las fuerzas combinadas de los dos cónsules sumaban un total 75.000 soldados de infantería, 2.400 de caballería romana y 4.000 de caballería aliada, contando únicamente a la porción de tropas que se utilizó en la batalla campal. Además, en los dos campamentos fortificados había otros 2.600 hombres de infantería pesada y 7.400 de infantería ligera, por lo que la fuerza total que los romanos llevaron a la guerra equivalía a unos 86.400 hombres. El ejército de Aníbal estaba compuesto aproximadamente por 40.000 hombres de infantería pesada, 6.000 de infantería ligera y 8.000 de caballería.
El ejército cartaginés estaba compuesto por una amalgama de soldados procedentes de distintas y numerosas regiones. No sabemos con certeza cuántos hombres había de cada nacionalidad, aunque sí que existen algunas estimaciones sobre el tamaño de los distintos contingentes. Contaba con unos 10.000 jinetes, entre los que se contaban unos 4.000 galos y varios miles de hispanos. De los 40.000 infantes, una parte era infantería ligera (8.000 en la batalla de Trebia, puede que menos en Cannae) y, del resto, la mayoría eran celtas y tropas que se habían unido ya en Italia. Es posible que hubiera entre 8.000 y 10.000 libios y unos 4.000 hispanos.
Según otras fuentes y estimaciones, junto con el núcleo de 8.000 libios equipados con armaduras romanas, podrían haber luchado también 8.000 íberos, 16.000 galos (de los cuales 8000 permanecieron en el campamento el día de la batalla) y 5.500 getulos. La caballería de Aníbal también tenía distintas procedencias: Había 4.000 númidas, 2.000 hispanos, 4.000 galos y 450 libios y fenicios. Finalmente, Aníbal contaba con unos 8.000 hostigadores compuestos por honderos baleares y lanceros de diversas nacionalidades. Sin embargo, todas estas cifras son aproximadas y se basan en estimaciones del ejército inicial de Aníbal que se había ido modificando a medida que afrontaba batallas en la campaña italiana. En cualquier caso, todos estos grupos específicos aportaban sus distintas capacidades al ejército cartaginés, siendo su factor unificador la unión personal que cada grupo tenía con el líder del ejército, Aníbal.
Equipamiento
Las fuerzas de la república utilizaban el tradicional equipamiento militar romano de la época, incluyendo el pilum y los hastae como armas, así como los escudos, las armaduras y los cascos tradicionales. En el bando opuesto, los cartagineses utilizaban una gran variedad de equipamientos distintos. Los libios luchaban con las armaduras y el equipamiento tomados de los romanos derrotados en anteriores enfrentamientos; los hispanos luchaban con espadas diseñadas para cortar y ensartar, jabalinas, lanzas incendiarias y se defendían con grandes escudos de forma ovalada; los galos llevaban espadas largas y pequeños pero resistentes escudos ovalados. La caballería pesada cartaginesa llevaba dos jabalinas y una espada curva, así como una fuerte armadura. La caballería númida, más ligera, no utilizaba armadura y solo llevaba un pequeño escudo, jabalinas y una espada. Por último, los hostigadores que actuaban como infantería ligera estaban armados con hondas o con lanzas y, de éstos, los honderos baleares (famosos por su puntería) llevaban hondas cortas, medias y largas, aunque no llevaban ningún equipamiento de carácter defensivo. Los lanceros sí llevaban escudos, jabalinas, y posiblemente espada o, al menos, una lanza diseñada para ensartar a corta distancia.
Despliegue táctico
El despliegue convencional de los ejércitos en aquella época consistía en situar a la infantería en el centro de la formación, colocando a la caballería en las dos alas o flancos laterales. Los romanos siguieron con este sistema de despliegue de forma muy fiel, aunque añadieron una mayor profundidad a su formación mediante la colocación de muchas cohortes en lugar de optar por dar mayor espacio a su infantería. Posiblemente los comandantes romanos esperaban que esta concentración de fuerzas permitiese romper rápidamente el centro de la línea enemiga. Varrón sabía que la infantería romana había logrado romper el centro de la formación cartaginesa en la batalla del Trebia, y su intención era recrear esto a mayor escala.
Los princeps se colocaron inmediatamente detrás de los hastati, preparados para empujar hacia adelante en cuanto comenzara el contacto con el enemigo y asegurando con ello que los romanos presentaran un frente sin huecos. A pesar de superar ampliamente a los cartagineses en cuanto a número de tropas, este despliegue suponía en la práctica que las líneas romanas tuvieran aproximadamente la misma longitud que la de sus oponentes.
La imagen final que ofrecía el ejército romano mantenía por tanto el estilo clásico. En líneas perpendiculares al río, los romanos presentaban dos bloques en líneas cerradas, el de la infantería ligera delante y el de la pesada detrás. A su derecha, junto al río, la caballería romana y en el flanco izquierdo la caballería compuesta por los aliados de Roma.
Desde el punto de vista del cónsul Varrón, Aníbal parecía tener poco espacio para maniobrar y ninguna posibilidad de retirada debido a su elección de desplegarse con el río Aufidus a su retaguardia. Varrón pensaba que cuando fuesen presionados por la superioridad numérica del ejército romano, los cartagineses caerían hacia el río y, sin sitio para maniobrar, cundiría el pánico. Por otro lado, Varrón había estudiado las últimas victorias de Aníbal, que se habían producido en gran parte gracias a una serie de subterfugios del general cartaginés. Debido a esto, Varrón buscó una batalla en campo abierto, en el que no hubiera posibilidad de que tropas ocultas preparasen una emboscada.
Aníbal también formó su tropa en dos líneas pero no las hizo compactas. Las desplegó con el centro apuntando ligeramente al centro romano, basándose en las cualidades particulares de lucha que cada unidad poseía, teniendo en cuenta tanto sus fortalezas como sus debilidades para el diseño de su estrategia. Colocó a los íberos, galos y celtíberos en el centro, alternando la composición étnica de las tropas de la línea del frente. El centro de Aníbal lo componían sus tropas íberas más disciplinadas, mientras que detrás de éstos se situaban los galos. La infantería púnica de Aníbal se posicionó en las alas, justo en el extremo de su línea de infantería.
Se suele pensar erróneamente que las tropas africanas de Aníbal estaban armadas con picas. En realidad, las tropas libias llevaban lanzas más cortas que las de los triarii romanos. Su ventaja, por tanto, no eran las picas, sino la experiencia de su infantería, muy capacitada tras tantas batallas.
Asdrúbal dirigía a la caballería íbera y celtíbera del ala izquierda del ejército cartaginés (ubicada al sur, cerca del río Aufidus). Tenía a su mando a 6.500 hombres, mientras que Hannón estaba al frente de 3.500 númidas ubicados en el ala derecha.
Aníbal colocó a su caballería, compuesta principalmente de caballería hispana y de caballería ligera númida, esperando que pudieran derrotar rápidamente a la caballería romana de los flancos y que girasen para atacar a la infantería desde la retaguardia mientras ésta intentaba atravesar el centro de la formación cartaginesa. Sus tropas africanas atacarían entonces desde los flancos en el momento crucial y rodearían al ejército romano.
Aníbal no se sentía impedido por su posición en contra del río Aufidus. Por el contrario, supuso una factor principal de su estrategia: el río protegía sus flancos de ser superados por el ejército más numeroso de los romanos y la existencia de esa barrera natural implicaba que la única vía de retirada de los romanos era su flanco izquierdo. Además, las fuerzas cartaginesas habían maniobrado de forma que los romanos estuviesen mirando al este, con lo que no solo recibían en la cara el sol de la mañana, sino que los vientos del sudeste arrojaban tierra y polvo sobre sus caras a medida que se aproximaban al campo de batalla. Se puede decir, por tanto, que el despliegue de tropas realizado por Aníbal, basado en su percepción y entendimiento de las capacidades de sus tropas, resultó decisivo en la batalla.
A medida que los ejércitos avanzaban uno hacia el otro, Aníbal fue extendiendo de forma gradual el centro de su línea. Tal y como describe Polibio: Tras desplegar a su ejército al completo en una línea recta, tomó varias compañías de celtas y de hispanos y avanzó con ellas, manteniendo al resto en contacto con estas pero quedándose atrás de forma gradual para conseguir una formación en forma de luna creciente. La línea de flanqueo iba estrechándose cada vez más a medida que se prolongaba, siendo su objetivo utilizar a los africanos como fuerza de reserva y comenzar la lucha con los celtas y los hispanos.
Polibio describe un centro cartaginés muy débil, desplegado en curva con los romanos en el centro y las tropas africanas en los flancos y en formación diagonal. Se cree que el propósito de esta formación era unificar el impulso frontal de la infantería romana y retrasar su avance hasta que se produjesen otros acontecimientos que permitiesen a Aníbal desplegar su infantería africana de la forma más efectiva posible. En cualquier caso, algunos historiadores han tachado a este relato de fantasioso, y comentan que la curvatura del ejército cartaginés se pudo deber, o bien por la curvatura natural que se produce cuando una línea de infantería avanza, o bien a la propia reacción del ejército cartaginés al enfrentarse al choque con el pesado centro de infantería romana.
Cuando los ejércitos se encontraron, la caballería se lanzó en un fiero ataque sobre el ejército romano. Polibio nos describe la escena comentando que «cuando los caballos hispanos y celtas del ala izquierda colisionaron con la caballería romana, la lucha que se produjo fue verdaderamente barbárica«. La caballería cartaginesa rápidamente venció a la inferior caballería romana del flanco derecho y les sobrepasaron. En ese momento, una porción de la caballería se dividió del ala izquierda y dio un rodeo atravesando la retaguardia romana hacia el flanco derecho, en dónde atacó a la caballería romana de ese flanco desde la retaguardia. Éstos, siendo atacados desde los dos frentes, se dispersaron rápidamente.
Por otro lado, mientras los cartagineses derrotaban a la caballería romana, los dos ejércitos principales, compuestos por la infantería de ambos bandos, avanzaron el uno contra el otro en el centro del campo de batalla. Para poder entender bien lo que pasó, es necesario detenerse a examinar las duras condiciones a las que estaban sometidos los soldados de infantería romanos y que hacían que la batalla fuese especialmente difícil para ellos: a medida que los romanos avanzaban, el viento del este soplaba hacia ellos, arrojando polvo sobre sus caras y obstaculizando su visión. En este aspecto, es importante tener en cuenta que los dos ejércitos levantaban mucho polvo al desplazarse, lo que amplificaba el efecto. Además del polvo, otro factor importante de la batalla fue la falta de sueño de las tropas: debido a la distancia entre los campamentos y el campo de batalla, es muy posible que ambos ejércitos se hubiesen visto obligados a dormir muy poco. En particular, los romanos sufrían la falta de una buena hidratación previa a la batalla, causada por el ataque de Aníbal a su campamento el día anterior que les había impedido suministrarse del río. Por último, la masiva cantidad de tropas suponía un tremendo estruendo de fondo, lo cual era psicológicamente muy duro para los hombres de la formación.
Los cartagineses dispusieron una línea con unos 800 honderos baleares para intentar frenar el avance de las tropas romanas, pero no tuvo éxito. Cuando ambos ejércitos estaban uno en frente de otro se inició una auténtica lluvia de lanzas entre los hostigadores. Tras ese inicio comenzó la batalla cuerpo a cuerpo.
Aníbal se colocó junto con sus hombres en el débil centro de la formación, y les hizo desplazarse en una retirada controlada. Conociendo la superioridad de la infantería romana, Aníbal dio instrucciones para esta retirada creando un semicírculo cada vez más estrecho que iba rodeando a las fuerzas romanas. Los romanos empujaron en su ataque y el centro de Aníbal cedió terreno curvándose hacia atrás, ocupando el ejército romano el espacio desalojado por el centro cartaginés. Con ese movimiento, Aníbal convirtió la fuerza de la infantería romana en una debilidad: A medida que las tropas avanzaban, las tropas romanas comenzaban a perder cohesión debido a que los soldados comenzaban a empujar los unos contra los otros hasta que llegaron a situarse tan próximos que no tenían espacio ni para maniobrar con sus armas. Además, en su intento de romper cuanto antes la línea de tropas gálicas e hispanas, los romanos habían ignorado (puede que también debido al polvo) a las tropas africanas que se habían colocado sin oposición en los extremos de la formación cartaginesa. La caballería enemiga, por su parte, ya había conseguido eliminar a la caballería romana de los dos flancos, y cargó contra el centro de la formación romana desde la retaguardia.
El ejército romano, con sus flancos eliminados, formó una cuña que iba introduciéndose cada vez más dentro del semicírculo cartaginés, metiéndose de lleno en una ubicación en la que la infantería africana controlaba ambos flancos. En este momento, Aníbal ordenó atacar con su infantería africana, rodeando por completo a los romanos en lo que se convertiría en uno de los primeros ejemplos bélicos conocidos como movimiento de tenaza, otro ejemplo notable anterior a este sería la batalla de Maratón (Primera Guerra Médica).
Cuando la caballería cartaginesa atacó a los romanos por la retaguardia y las tropas africanas asaltaron la formación desde las alas, el avance de la infantería romana quedó detenido bruscamente. Los romanos estaban atrapados y sin vía de escape. Polibio comenta que «a medida que las tropas del exterior eran masacradas, los supervivientes se veían forzados a retirarse hacia el centro y agruparse más, hasta que finalmente todos murieron en el lugar en el que se encontraban«
Los legionarios estaban aterrorizados. No podían alzar los escudos para defenderse ni desenvainar sus espadas. En ese momento la falange ibera avanzó hacia el cerco para atacar por los flancos a los romanos. Los iberos que habían retrocedido, gracias a sus cortas pero mortales espadas, hicieron una masacre entre las filas enemigas. Tras esta batalla los romanos, impresionados por la eficacia de la espada ibera, adoptarían una similar para sus tropas (conocido como gladius hispaniensis).
Aníbal, viendo que su plan estaba resultando en una victoria casi total y necesitando todavía consolidar sus logros, tomó como prisioneros solo aquellos que estuviesen dispuestos a cambiar de bando, y ordenó a sus hombres que mutilasen rápidamente a los enemigos supervivientes.
Había tantos miles de romanos yaciendo (…) Algunos, con sus heridas, agravadas por el frío de la mañana, se levantaban, y a medida que avanzaban cubiertos de sangre de entre la masa de masacrados, eran sobrepasados por el enemigo. Otros fueron encontrados con sus cabezas enterradas en la tierra, en agujeros que habían excavado; habiendo con ello, parece, creado sus propias tumbas, en las que se habían asfixiado ellos mismos.
Bajas
Fueron masacrados casi seiscientos legionarios por minuto hasta que la oscuridad trajo su fin al derramamiento de sangre. Aunque la cifra exacta de bajas probablemente nunca llegue a conocerse, Tito Livio y Polibio nos ofrecen unas cifras según las cuales entre 50.000 y 70.000 romanos murieron y entre 3.000 y 4.500 fueron hechos prisioneros. Entre los muertos se encontraba el propio cónsul Lucio Emilio Paulo, así como los procónsules (ex cónsules Cneo Servilio Gémino y Marco Atilio Régulo), dos cuestores, veintinueve de los cuarenta y ocho tribunos militares (algunos con rango consular, como el antiguo Magister Equitum, Marco Minucio Rufo) y unos ochenta senadores u hombres con derecho a ser elegidos como tales por los cargos que antes habían desempeñado (en una época en la que el Senado romano estaba compuesto tan solo por unos 300 hombres, por lo que la cifra constituye entre un 25 y un 30 % del total). Otros 8.000 hombres de los dos campamentos romanos y de los poblados vecinos se rindieron al día siguiente (después de que la resistencia se cobrara todavía más víctimas, aproximadamente unos 2.000). Finalmente, puede que más de 75.000 romanos de una fuerza original de 87.000 resultasen muertos o capturados, totalizando más del 85% del ejército total.
Se perdieron más vidas romanas en Cannae que en cualquier otra batalla posterior de la historia de roma, exceptuando quizás la batalla de Arausio del año 105 a.C. Además, Cannae es la segunda batalla con mayor porcentaje de bajas de toda la historia de Roma, situándose solo por detrás de la batalla del bosque de Teutoburgo (año 9 d.C.).
Por su parte, los cartagineses sufrieron 16.700 bajas, la mayoría de ellas celtíberos e íberos. La cifra total de bajas en la batalla, por tanto, excede la de 80.000 hombres. En la época en que se produjo, Cannas posiblemente fue la segunda batalla con más bajas de la historia conocida, por detrás de la batalla de Platea (Segunda Guerra Médica).
«Nunca antes, estando la ciudad todavía a salvo, se había producido tal grado de excitación y pánico dentro de sus murallas. No intentaré describirlo, ni debilitaré la realidad entrando en detalles. (…) Pues según los informes dos ejércitos consulares y dos cónsules se habían perdido; no existía ya ningún campamento romano, ningún general, ningún soldado; Apulia, Samnio, casi toda Italia estaba a los pies de Aníbal. Con seguridad no hay otra nación que no hubiera sucumbido bajo el peso de tal calamidad.»
Durante un cierto periodo de tiempo, los romanos se encontraron completamente expuestos y desorganizados. Los mejores ejércitos de la península habían sido destruidos, los pocos supervivientes estaban absolutamente desmoralizados y el único cónsul con vida (Varrón), completamente desacreditado. Fue una completa catástrofe para los romanos. La ciudad de Roma declaró un día entero de luto nacional, puesto que no había un solo habitante eque no estuviese emparentado o conociese a alguna de las personas que habían muerto en la batalla. Los romanos se encontraron en tal estado de desesperación que llegaron a recurrir al sacrificio humano, hasta el punto de que existen datos sobre enterramientos de personas vivas en el foro hasta en dos ocasiones y del abandono de un bebé en el mar Adriático por haber nacido con un tamaño desproporcionado (lo cual supone posiblemente el último caso registrado de sacrificios humanos llevados a cabo por los romanos, salvando las ejecuciones públicas de enemigos derrotados cuyas muertes se dedicaban al dios Marte).
El prestigio de Roma, además de su poder militar, se vio seriamente dañado. La aristocracia romana solía llevar un anillo de oro que atestiguaba su pertenencia a las clases altas y Aníbal hizo que sus hombres recogieran más de 200 anillos de los cuerpos del campo de batalla, enviando su colección a Cartago como muestra de su victoria, la cual fue puesta a los pies del Senado cartaginés.
Aníbal, tras apuntarse una nueva gran victoria (tras la batalla del Trebia y la batalla del Lago Trasimeno), había derrotado en total a un equivalente a ocho ejércitos consulares. En tan solo tres temporadas de campaña, Roma había perdido a un quinto de la población total de ciudadanos mayores de diecisiete años (cerca del doce por ciento de su población activa). Además, el efecto desmoralizador de su victoria fue tal que la mayor parte del sur de Italia se unió a la causa de Aníbal. Tras la batalla de Cannae, las provincias helenísticas del sur de Italia, entre las que se encontraban Arpi, Salapia, Herdonia, Uzentum y las ciudades de Capua y Tarento (dos de las mayores ciudades estado de Italia) revocaron su alianza con Roma y juraron lealtad a Aníbal.
Consecuencias
La batalla de Cannas tuvo una gran importancia en la historia de la estructura del ejército romano y en la organización táctica del ejército republicano. Durante la batalla, los romanos asumieron una formación clásica muy parecida a la de la falange griega, lo que facilitó su derrota en la trampa diseñada por Aníbal. Dada su incapacidad de maniobrar de forma independiente al grupo principal del ejército, los romanos no pudieron responder a la maniobra envolvente de la caballería cartaginesa. Además, las estrictas normas aplicadas por el Senado romano requerían que el alto mando del ejército alternase entre los dos cónsules electos, lo cual restringía la consistencia estratégica del ejército combinado. En los años que siguieron a Cannas, se fueron introduciendo una serie de reformas para paliar estas deficiencias.
En primer lugar, los romanos articularon la falange, luego la dividieron en columnas, y finalmente la separaron en un gran número de pequeños grupos tácticos que eran capaces tanto de cerrarse todos juntos en una unión compacta e impenetrable, como de cambiar el esquema con una gran flexibilidad, separándose y girándose en una u otra dirección. En segundo lugar, la batalla de Cannas sirvió como lección de que era necesario recuperar un mando unificado del ejército, lo cuál se vería reflejado más avanzada la guerra bajo el mando de Publio Cornelio Escipión. Además, la batalla dejó expuestos los límites del ejército basado en una milicia de ciudadanos. Tras la debacle de Cannae, el ejército fue evolucionando gradualmente para terminar convirtiéndose en una fuerza profesional.
Importancia militar
La batalla de Cannae tiene gran importancia en la historia militar tanto por las tácticas implementadas por Aníbal como por su importancia en la historia militar de la antigua Roma. Sobre el particular, el historiador Theodore Ayrault Dodge escribió lo siguiente:
«Pocas batallas de la antigüedad están tan marcadas por la habilidad como la batalla de Cannae. La posición era tal que daba toda la ventaja al bando de Aníbal. La forma en la que la imperfecta infantería hispana y gala fue avanzada en una formación diagonal, mantuvo su posición y luego se fue retirando paso a paso, hasta que llegó a la posición inversa, es una simple obra maestra de las tácticas de batalla. El avance de la infantería africana en el momento adecuado, y su giro a izquierda y derecha sobre los flancos de los desordenados y hacinados legionarios está más allá de todo elogio. La batalla en sí misma, desde el punto de vista del bando cartaginés, es una obra de arte, no habiendo ningún ejemplo superior, y pocos iguales, en historia militar.«
El movimiento envolvente de Aníbal en la batalla de Cannas a menudo es visto como uno de los más grandes movimientos de batalla de la historia, y es citado como el uso con mayor éxito del movimiento de tenaza en la historia occidental que haya sido registrado con detalle.
Además de ser una de las mayores derrotas infligidas a los ejércitos de Roma, la batalla de Cannae representa el arquetipo de batalla de aniquilación, estrategia que raramente se ha implementado con éxito en la historia moderna. Dwight D. Eisenhower, Comandante Supremo de la Fuerza Expedicionaria Aliada en la Segunda Guerra Mundial, escribió en una ocasión que «todo comandante busca la batalla de aniquilación; hasta dónde las condiciones lo permiten, intenta duplicar en la guerra moderna el clásico ejemplo de Cannas«. La victoria total de Aníbal convirtió al nombre de Cannae en un sinónimo de éxito militar, y se estudia al detalle en la actualidad en varias academias militares de todo el mundo.
La noción de que un ejército entero pudiera ser rodeado y aniquilado de un solo golpe atrajo la fascinación de los generales occidentales durante siglos, que intentaban emular el paradigma táctico del movimiento envolvente. Por ejemplo, Norman Schwarzkopf, comandante de las Fuerzas de la Coalición en la guerra del Golfo, estudió la batalla de Cannae y aplicó los principios utilizados por Aníbal en su exitosa campaña de tierra contra las fuerzas iraquíes.
Cuando los miembros del Estado Mayor alemán, antes de la Primera Guerra Mundial, examinaban a los aspirantes a pertenecer a esta élite y les ponían para resolver un problema de táctica, cuando veían cómo lo resolvía el alumno, exclamaban invariablemente defraudados: «¡Otra vez Cannae!».
El estudio que Hans Delbrück hizo de la batalla tuvo una profunda influencia en los teóricos alemanes y, en particular, de Alfred Graf von Schlieffen, militar y mariscal alemán, quien desarrolló el denominado Plan Schlieffen, que estaba inspirado en la maniobra militar de Aníbal. A través de sus escritos, Schlieffen escribió que el «modelo de Cannas» seguiría siendo aplicable a la guerra de maniobras a lo largo del siglo XX:
«Una batalla de aniquilación puede llevarse a cabo hoy en día de acuerdo al mismo plan desarrollado por Aníbal en tiempos ya olvidados. El frente enemigo no es el objetivo del ataque principal. La masa principal de las tropas y de las reservas no deberían concentrarse contra el frente enemigo; lo esencial es que los flancos sean aplastados. Las alas no deben buscar los puntos más avanzados del frente, sino que en su lugar deben abarcar toda la profundidad y extensión de la formación enemiga. La aniquilación se completa a través de un ataque contra la retaguardia enemiga (…) Conseguir una victoria decisiva y aniquiladora requiere un ataque contra el frente y contra uno o los dos flancos.«
Primera Guerra Púnica (Primera Parte)
La Primera Guerra Púnica (264-241 a. C.) fue el primero de tres grandes conflictos bélicos entre las dos principales potencias del Mediterráneo Occidental, la República Romana y la República Cartaginesa. El conjunto de estas guerras se conocen como púnicas debido a que en latín cartagines era Punici, que a su vez derivaba de Phoenici, en referencia al origen fenicio de los cartagineses.
A mediados del siglo III a.C. los romanos ya habían logrado hacerse con el control de la totalidad de la península itálica aplastando a los distintos enemigos que se había encontrado en su camino: primero la Liga Latina fue disuelta por la fuerza durante las Guerras Latinas, y luego el poder de las tribus del Samnio fue subyugado durante las largas Guerras Samnitas. Finalmente, las ciudades griegas de la Magna Grecia, unificadas bajo el poderoso rey Pirro de Epiro, terminaron sometiéndose a la autoridad romana al término de las Guerras Pírricas.
Cartago, por su parte, era considerada como el poder naval dominante en el Mediterráneo occidental. Fundada como colonia fenicia en el norte de África, gradualmente se convirtió en el centro de una civilización cuya hegemonía se extendía a lo largo de la costa norteafricana, controlando también las islas Baleares, Cerdeña, Córcega, un área algo limitada en el sur de la península ibérica y la parte occidental de Sicilia.
Roma y Cartago siempre habían mantenido tratados y relaciones amistosas y llegaron incluso a unir sus fuerzas cuando Pirro de Epiro desembarcó en el sur de Italia en el año 278 a.C. Sin embargo, los intereses de las distintas potencias terminarían desencadenando una guerra por la hegemonía del Mediterráneo. En particular, la primera guerra púnica daría inicio después de que tanto Roma como Cartago intervinieran en la ciudad siciliana de Mesina, cuya proximidad a la península italiana la convirtió en un punto de suma importancia estratégica.
Comienzo de la guerra
Un grupo de mercenarios italianos provinientes de la Campania habian sido contratados por Agatocles de Siracusa como guardia de élite. A la muerte de éste en 289 a.C., los mercenarios fracasaron en encontrar a alguien que aceptara sus servicios. La entonces pequeña banda de renegados dieron con el asentamiento amurallado griego de Mesina. Este era un punto estratégico construido en el extremo nororiental de Sicilia y lugar de paso con el continente junto con Regio. Siendo un pueblo pacífico, sus habitantes permitieron a los mercenarios entrar a sus casas. Una noche traicionaron a sus anfitriones y mataron por sorpresa a la mayoría de la población, reclamando de esta forma la ciudad para sí. Los mesinenses supervivientes fueron desterrados, y las propiedades y mujeres repartidas. Tras su victoria, los mercenarios se llamaron a sí mismos «mamertinos» en honor a Mamers, equivalente osco de Marte, dios de la guerra.
Los mamertinos mantuvieron la ciudad durante unos 20 años. La transformaron de una bulliciosa ciudad de granjeros y comerciantes a una base de asalto, convirtiendose en piratas de mar y tierra. Aprovechando la tranquilidad de los sicilianos, saquearon los asentamientos cercanos y capturaron barcos comerciales desprevenidos en el estrecho, llevando el botín de vuelta a su base. Capturaban prisioneros y exigían rescates, incluso acuñaron monedas con nombre e imágenes de sus dioses. Sus hazañas les hicieron ricos y poderosos.
Cuando en 280 a.C. Pirro de Epiro invadió el sur de Italia, la ciudad de Regio, situada frente a Mesina, pidió ayuda a Roma, que envió una guarnición compuesta de ciudadanos campanos. Estos terminaron por apoderarse de la ciudad a imitación de los mamertinos y los apoyaron en su expansión por Sicilia a costa de Siracusa y de Cartago. En 270 a.C., respondiendo al reclamo de los habitantes de Regio, los romanos recuperaron el control de la ciudad y castigaron duramente a los soldados campanos.
Sobre el 270 a.C. los excesos de los mamertinos atrajeron la atención de Siracusa. Hierón II comenzó a reunir un ejército de ciudadanos para librarse de los agitadores y rescatar a sus conciudadanos griegos. Desfilando con sus tropas frente al enemigo, envió primero a sus indisciplinados mercenarios por delante permitiendo que fuesen masacrados por los mamertinos. Habiéndose librado de la parte desleal de su ejército, Hierón marchó de vuelta a la ciudad, donde instruyó a sus ciudadanos para que supieran luchar mejor. Guiando a su leal ejército al norte, volvió a encontrar a los mamertinos en el río Longano, en la llanura de Milas, donde les derrotó con facilidad pues no estaban acostumbrados a las grandes batallas campales y se habían vuelto imprudentes tras la victoria contra los mercenarios de Hierón. En la batalla, éste capturó a los líderes mamertinos, huyendo los restantes de vuelta a la seguridad de Mesina.
Cuando Hierón regresó para sitiar su base en 265 a.C., los mamertinos pidieron ayuda a una flota cartaginesa cercana, que ocupó la bahía de la ciudad. Al ver esto, las fuerzas de Siracusa se retiraron, no queriendo confrontarse con las fuerzas cartaginesas. Ya fuese porque no les gustaba la idea de la guarnición cartaginesa o bien convencidos de que la reciente alianza entre Roma y Cartago contra el rey Pirro reflejaba unas relaciones cordiales entre ambas potencias, el hecho es que los mamertinos solicitaron a Roma una alianza, buscando con ello mayor protección.
Tras la llegada de la embajada mamertina solicitando ayuda, tuvo lugar un considerable debate en Roma sobre la aceptación o no de la solicitud de ayuda de los mamertinos. Aunque todavía se encontraban recuperándose de la insurrección de Regio, los romanos eran reticentes a enviar ayuda a soldados que habían robado injustamente una ciudad de manos de sus propietarios originales, pero tampoco deseaban ver incrementar todavía más el poder cartaginés en Sicilia. Dejar a los cartagineses solos en Mesina implicaba permitirles enfrentarse directamente con Siracusa, único obstáculo que les quedaba antes de tener el control total de la isla. El Senado romano finalmente decidió plantear el asunto ante la Asamblea popular, en donde se tomó la decisión de responder a la llamada de los mamertinos. La aprobación por parte de la Asamblea debe entenderse impulsada por los ciudadanos más prósperos de la época, incluyendo al orden ecuestre y al propio cónsul Apio Claudio Cáudex, quien buscaría la gloria militar en una guerra que él dirigiría, siendo la primera que se libraría al otro lado del mar. El resto de los ciudadanos acaudalados se beneficiarían a través de los contratos para abastecer y equipar el ejército y a través de la revitalización del mercado de esclavos gracias a los prisioneros capturados en guerra.
En esa época, no podría hallarse dos estados con más contrastes que Roma y Cartago. Los campesinos romanos eran reclutados con mucha frecuencia, por lo que formaban una infantería relativamente bien entrenada y experimentada; además, su tradición religiosa fomentaba el patriotismo entre la nobleza y el pueblo por igual. Cartago era una ciudad donde sólo la nobleza tenía derechos políticos y los campesinos no eran reclutados en el ejército más que en casos de necesidad extrema; por ello, casi la totalidad de las fuerzas armadas cartaginesas estaban compuestas por mercenarios.
Roma no tenía colonias ni posesiones de ultramar a las cuales explotar para obtener recursos; Cartago tenía un imperio colonial que abarcaba la mayor parte del norte de África, las islas Baleares, Cerdeña, Córcega y la parte occidental de Sicilia, cuyas poblaciones no tenían los números ni la organización para rebelarse. Por ello, los ingresos que el Estado cartaginés percibía eran más grandes que aquellos que Roma lograba extraer de sus aliados. Finalmente, Roma no tenía una marina preparada para emprender una guerra naval a gran escala, mientras que Cartago era la potencia naval predominante.
Guerra en Sicilia
Al ser Sicilia una isla semi montañosa con obstáculos geográficos y terrenos difíciles, dificultaba seriamente las líneas de comunicación. Por este motivo, la guerra terrestre sólo tuvo un papel secundario en la primera guerra púnica. Las operaciones en tierra quedaban confinadas a pequeñas escaramuzas u operaciones de saqueo y pocas batallas campales. Los asedios y los bloqueos eran las operaciones a gran escala más comunes, y los principales objetivos de esos bloqueos eran los puertos importantes dado que ni Cartago ni Roma tenían ciudades en Sicilia y ambas necesitaban recibir continuos refuerzos, aprovisionamiento y mantener una comunicación continua con sus metrópolis.
La guerra terrestre en Sicilia comenzó en 264 a.C. cuando dos legiones comandadas por Apio Claudio Cáudex desembarcaron en Mesina. A pesar de la ventaja inicial cartaginesa en cuanto a capacidad militar naval, el desembarco romano no encontró prácticamente ninguna oposición. Como la estrategia inicial de Roma era eliminar a Siracusa como enemigo, marcharon al sur mientras diversas ciudades en el camino abandonaban el bando cartaginés para aliarse con ellos. Tras un breve asedio sin ayuda cartaginesa a la vista, Siracusa optó por firmar la paz con los romanos. Junto con esta, varias otras ciudades más pequeñas bajo dominio cartaginés decidieron también pasarse de bando.
Según los términos del tratado firmado con Hierón, Siracusa se convertiría en aliado romano y pagaría una pequeña indemnización de unos 100 talentos de plata. Sin embargo, lo más importante del tratado era que Siracusa aceptaba ayudar al ejército romano en Sicilia facilitando su aprovisionamiento. Esto permitía a Roma mantener un ejército en la isla de Sicilia, sin depender para ello de una ruta de aprovisionamiento marítima a merced de un enemigo con superioridad naval. Por otro lado, las buenas relaciones de Hierón con Roma le permitirán mantener una relativa independencia del reino más allá de la guerra.
Los cartagineses, mientras tanto, habían comenzado a reclutar un ejército de mercenarios en África que todavía debía ser enviado por mar hasta Sicilia para enfrentarse a los romanos. En el transcurso de otras guerras históricas en Sicilia, Cartago había vencido apoyándose en una serie de puntos fuertes fortificados repartidos alrededor de la isla, por lo que sus planes eran llevar a cabo una guerra terrestre del mismo estilo. El ejército mercenario lucharía en campo abierto contra los romanos, mientras que las ciudades fuertemente fortificadas ofrecerían una base defensiva desde la que operar.
En 262 a.C., Roma puso sitio a Agrigento en una operación en la que se vieron involucrados los dos ejércitos consulares, lo que equivalía a un total de cuatro legiones (40.000 soldados). Esta ciudad debía funcionar como campamento base del nuevo ejército cartaginés, aunque por entonces estaba sólo ocupada por una guarnición local de 1500 hombres al mando de la cual estaba Aníbal Giscón. Este respondió a la amenaza refugiando a la población de Agrigento tras las murallas de la ciudad, a la vez que acaparaba todas las provisiones que pudo conseguir de los alrededores. La ciudad se preparó para un largo asedio, y todo lo que tenía que hacer era esperar a que llegaran los refuerzos cartagineses que en ese momento estaban en preparación. En aquella época, la ingeniería de asedio y la construcción de maquinaria para asaltar torres y fortalezas era un arte que los romanos todavía no conocían y la única forma en la que podían conquistar una ciudad fortificada era a través de un largo bloqueo y la rendición por hambre. Con ese fin, el ejército acampó tras los muros de la ciudad y se preparó para esperar el tiempo necesario para que la ciudad se rindiera. Gracias al apoyo logístico desde Siracusa, sus propias provisiones no serían un problema.
Algunos meses después, Giscón comenzó a sufrir los efectos del bloqueo y apeló a Cartago para el envío de ayuda urgente. Los refuerzos desembarcaron en Heraclea Minoa a comienzos del invierno de 262-261 a.C., compuestos por 50.000 soldados de infantería, 6.000 de caballería y 60 elefantes de guerra bajo el mando de Hannón. Los cartagineses marcharon hacia el sur para rescatar a sus aliados y tras una serie de enfrentamientos de caballería menores establecieron su campamento muy cerca de los romanos. Hannón desplegó inmediatamente sus tropas en formación de batalla, pero los romanos se negaron a luchar en campo abierto. En su lugar, fortificaron su línea de defensa exterior y, mientras mantenían el asedio sobre Agrigento, quedaron cercados por el ejército cartaginés.
Con Hannón acampado a las afueras de su propia base, la línea de suministros que abastecía a los romanos desde Siracusa dejó de estar disponible. Ante el riesgo de comenzar a sufrir el hambre, los cónsules eligieron ofrecer batalla. En este caso fue Hannón el que se negó al enfrentamiento, posiblemente con la intención de derrotar a los romanos por inanición. Mientras tanto, la situación dentro de Agrigento era ya desesperada tras más de seis meses de bloqueo. Aníbal Giscón, comunicándose con el ejército exterior mediante señales de humo, envió una solicitud urgente de ayuda tras la cual Hannón se vio obligado a pelear en campo abierto.
Hannón desplegó la infantería cartaginesa en dos líneas, con los elefantes y los refuerzos en la segunda línea y la caballería probablemente en las alas. El plan de batalla de los romanos se desconoce, aunque probablemente estaban organizados en la típica formación triplex acies. Las fuentes coinciden en afirmar que la batalla fue larga y que los romanos fueron capaces de romper el frente cartaginés, lo que provocó el pánico en la retaguardia y la huida del campo de batalla de las tropas cartaginesas. También es posible que a los elefantes les entrara el pánico y que en su lucha desorganizaran la formación púnica.
En cualquier caso, la batalla no fue un éxito completo. Gran parte del ejército cartaginés huyó, y Aníbal Giscón, junto con la guarnición de Agrigento, fue también capaz de romper las líneas enemigas y escapar. La ciudad, privada de defensas, cayó fácilmente en manos de los romanos, que saquearon y esclavizaron a sus habitantes. De esta manera, Roma accedió también al control del sur de la isla. Después de 261 a.C., Roma controlaba la mayor parte de Sicilia, y se aseguró así la cosecha de trigo para su propio uso. Además supuso la primera campaña a gran escala fuera de la península itálica, lo cual dio a los romanos la confianza necesaria para perseguir mayores objetivos ultramarinos.
Desde ahí, los romanos continuaron avanzando hacia el oeste, logrando liberar en 260 a.C. a las ciudades de Segesta y Makela, que se habían aliado con Roma y que habían sido atacadas y asediadas por los cartagineses en reacción a su cambio de bando.
Campaña Naval
Debido a las dificultades que suponía la guerra terrestre en Sicilia, la mayor parte de la primera guerra púnica y las batallas más decisivas se lucharon en el mar. Sin embargo, una de las razones por las que la guerra llegó a un punto muerto en tierra fue precisamente porque los navíos de guerra antiguos no eran efectivos a la hora de establecer asedios sobre los puertos enemigos. En consecuencia, Cartago fue capaz de reforzar y suplir a sus fortalezas asediadas, especialmente a Lilibeo en la costa oeste. Ambos bandos se vieron inmersos en los problemas que conlleva la financiación de grandes flotas de guerra; de hecho, la capacidad financiera romana y cartaginesa decidirían finalmente el curso de la guerra.
Los romanos llegaron a la conclusión de que la única manera de batir a su enemigo era privarle de su ventaja en el mar. Pero Roma, cuya historia militar había transcurrido siempre en suelo italiano, carecía de flota y de experiencia en la guerra naval. Por el contrario, los cartagineses eran descendientes de los navegantes fenicios, con una amplia experiencia en navegación forjada a través de siglos de comercio marítimo, por lo que dominaban todo el Mediterráneo occidental y poseían la mejor flota de la época. Las flotas del siglo III a.C. estaban constituidas casi en su totalidad por birremes, trirremes, cuatrirremes y quinquerremes. Los romanos iniciaron su incursión en la guerra naval cuando, tras la victoria en Agrigento, se construyó la primera gran flota, botando de sus improvisados astilleros más de un centenar de quinquerremes.
Algunos historiadores han especulado acerca de la posibilidad de que, dado que Roma carecía de tecnología naval avanzada, el diseño de sus naves de guerra pudiera proceder probablemente de copias de trirremes y quinquerremes cartagineses capturados, o de naves que hubiesen encallado en las costas romanas tras naufragar en alguna tormenta, permitiendo a los ingenieros romanos estudiarlos y copiarlos pieza por pieza. Otros historiadores han apuntado a que Roma sí tenía experiencia a través de la cual acceder a la teconología naval, puesto que patrullaba sus propias costas con el fin de evitar la piratería. Una última posibilidad muy probable es que Roma recibiese asistencia técnica de algunas ciudades marítimas aliadas, en especial griegas, que sí contaban con larga tradición naval; en particular de Siracusa. Esto, junto con el hecho de que los cartagineses usaban un sistema de construcción naval con piezas prefabricadas que les permitía construir rápidamente un gran número de barcos y que los romanos copiaron, permitió que Roma se aventurase en una guerra marítima.
En cualquier caso, y fuera cual fuera el estado de su tecnología al comienzo del conflicto, el hecho es que Roma se adaptó rápidamente a las circunstancias. Posiblemente como una forma de compensar su inexperiencia, y para poder hacer uso de las tácticas militares terrestres en la guerra marítima, lo romanos equiparon sus nuevas naves con un aparato llamado corvus. En lugar de maniobrar para buscar embestir la nave enemiga para abordarla o hundirla, que era la táctica naval estándar de la época, desarrollaron el corvus , que consistía en un puente móvil que se dejaba caer en el barco enemigo y quedaba firmemente anclado gracias a unos garfios de hierro situados en su parte inferior. Una vez que las dos naves quedaban unidas, los legionarios romanos abordaban el barco cartaginés y vencían a su débil infantería.
Islas Lípari
En 260 a.C., tras las victoria terrestre de Agrigento, Roma decide construir una flota capaz de enfrentarse a la cartaginesa por el control del Mediterráneo. En apenas dos meses logran construir 150 trirremes y quinquerremes. El mando le es asignado a Cneo Cornelio Escipión, quien patrulla Mesina en preparación de la llegada de la flota y el desembarco en Sicilia.
En ese contexto, Escipión recibió la noticia de que la ciudad de Lipari basculaba hacia el bando romano, y ansioso por conseguir nuevas victorias, partió hacia allí con su flota. Al conocer lo ocurrido, Aníbal Giscón, almirante cartaginés, envía allí veinte navíos al mando del senador Boodes. Este, navegando al abrigo de la noche, se aproximó a Lipari sin ser percibido y bloqueó en el puerto a la armada romana. Al amanecer, los marineros romanos, asustados ante la vista de los barcos cartaginses, huyeron tierra adentro. Escipión fue así abandonado por sus hombres. El resultado fue una victoria cartaginesa y la captura púnica de toda la flota romana. Aunque el incidente arrojó gran vergüenza sobre la persona de Cneo Cornelio Escipión, que recibió el sobrenombre de Asina (en español, asno), sería elegido cónsul de nuevo seis años después (254 a.C.).
Batalla de Milas
Cayo Duilio, comandante de las tropas romanas de tierra, recibió el mando de la flota. En la primera batalla naval de la historia de la Republica Romana, ambas flotas contaban con 130 naves cada una. Los púnicos confiaban de tal modo en su victoria que, en vez de formar en líneas de batalla adecuadas, atacaron a los barcos romanos individualmente. Pero fue entonces cuando los cartagineses se vieron atrapados por los corvi (corvus en singular) y una multitud de marinos romanos los abordó en gran número.
En el primer ataque, los romanos tomaron 31 barcos, entre ellos el buque insignia cartaginés; su comandante pudo escapar en un bote de remos, lo que sin duda contribuyó a la desorganización cartaginesa. Los púnicos intentaron entonces rodear a las naves romanas. Pese a que sus barcos eran más lentos y sus tripulantes menos adiestrados, los romanos consiguieron girar sus naves hasta el punto de que sus corvi, en la proa, estaban de nuevo preparados para caer sobre los enemigos. Finalmente, los cartagineses cedieron y se retiraron, perdiendo 31 barcos a manos de los romanos y viendo otros 13 o 14 hundidos. El comandante romano, el cónsul Cayo Duilio, dio a Roma su primera victoria naval, y decoró la plataforma del orador del Foro con las proas de los navíos capturados.
En el norte, los romanos avanzaban hacia Termae tras haber asegurado su flanco marítimo gracias a la reciente victoria naval. Sin embargo, fueron derrotados ese mismo año por un ejército cartaginés, quienes aprovecharon esta victoria para contraatacar en 259 a.C. asediando la ciudad de Enna.
El año siguiente los romanos fueron capaces de recuperar la iniciativa reconquistando Enna y Camarina. En la Sicilia central capturaron también la ciudad de Mitístrato, a la que ya habían atacado en dos ocasiones anteriores. Los romanos también se trasladaron al norte marchando a través de la costa norte de la isla hacia Panormus, pero no fueron capaces de tomar la ciudad. Los cartagineses no estaban aún dispuestos a rendirse y, entendiendo la superioridad de sus enemigos en tierra, comenzaron una campaña de hostigamiento con rápidas incursiones desde el mar. Además su flota aseguraba el aprovisionamiento e impedía un efectivo asedio de Lilibeo, el gran baluarte cartaginés en el extremo oeste de la isla.
Batalla del Cabo Ecnomo
Tras sus conquistas en la campaña de Agrigento, y tras varias batallas navales, los romanos intentaron en los años 256 y 255 a. C. la segunda operación terrestre a gran escala de la guerra. Optaron por seguir el ejemplo del tirano Agatocles de Siracusa, quien, en el año 310 a.C., cuando Siracusa se hallaba en puertas de ser conquistada por un poderoso ejército cartaginés, embarcó junto con un pequeño ejército griego rumbo a las costas africanas. Su irrupción en los alrededores de Cartago produjo tal pánico en la indefensa ciudad que, llamados sus ejércitos de vuelta, lograron forzar un precipitado ataque púnico sobre Siracusa, que terminó en una gran victoria.
Por ello, buscando un final para la guerra más rápido que el que ofrecían los largos asedios en Sicilia, los romanos decidieron invadir los dominios cartagineses en África con el objetivo de forzar un acuerdo de paz favorable a sus intereses.
No obstante, una operación de tal envergadura necesitaba una enorme cantidad de naves que permitiesen transportar las legiones, todo su equipamiento y provisiones a tierras africanas. Además, y para complicar el problema logístico, la flota cartaginesa patrullaba las costas de Sicilia, obligando a que el transporte fuese realizado en naves de carácter militar como trirremes o quinquerremes, con poco espacio para la carga. Por todo ello, Roma necesitaba una flota que permitiese cruzar el Mediterráneo con seguridad, y los dos cónsules de ese año, Marco Atilio Régulo y Lucio Manlio Vulsón Longo, fueron elegidos para dirigirla.
Se construyó una gran flota en la que se incluyeron transportes para los soldados y barcos de batalla para ofrecer protección a los cargueros. Todo se preparó con sumo cuidado hasta que en el 256 a.C. un enorme convoy de 330 naves partió con un gran ejército romano a bordo desde la costa adriática con destino a África. Sin embargo, los cartagineses no estaban dispuestos a permitir que esta amenaza se tornase realidad y enviaron una flota de envergadura similar para interceptar a los romanos. Tomando por base el número de barcos y las tripulaciones empleadas, este enfrentamiento fue la mayor batalla naval de la Antigüedad y según algunas opiniones, la mayor de la historia.
Para entonces, las tácticas navales de la República romana habían mejorado mucho. Su flota avanzó a lo largo de la costa de Sicilia en formación de batalla con las naves militares desplegadas en tres escuadrones. Los escuadrones I y II estaban directamente controlados por cada uno de los dos cónsules y marcaban el ritmo de la marcha colocados en forma de cuña. El grupo de naves de transporte se situaba justo detrás de ellos y el tercer escuadrón cubría la retaguardia, añadiendo mayor protección a la formación.
La flota de Cartago, al mando de Amílcar y Hannón el Grande, fue desplegada al completo para interceptar a la flota de desembarco romana. Ambas flotas se encontraron en la costa sur de Sicilia, a la altura del cabo Ecnomo. La formación de batalla cartaginesa inicial era la tradicional formación en línea, con Amílcar en el centro y los dos flancos ligeramente adelantados. Enfrentándose directamente con el enemigo, el frente romano avanzó contra el centro de la línea cartaginesa. En ese momento el almirante Amílcar fingió una retirada para permitir la aparición de un hueco entre la vanguardia romana y las naves de transporte, que eran el verdadero objetivo del enfrentamiento militar. Tras esta maniobra, los dos flancos cartagineses avanzaron contra la columna dejada atrás y atacaron desde los flancos para evitar que los romanos pudieran utilizar el corvus para abordar sus naves. Los transportes se vieron empujados hacia la costa siciliana y los refuerzos tuvieron que entrar en batalla para enfrentarse al ataque de Hannón. El centro de la línea cartaginesa fue finalmente derrotado tras una larga lucha y acabó huyendo del campo de batalla. Entonces los dos escuadrones romanos del frente dieron la vuelta para ayudar a la situación que se había creado en la retaguardia. El primer escuadrón, dirigido por Vulsón, persiguió al ala izquierda, que estaba acosando a los transportes, y el escuadrón de Régulo lanzó un ataque combinado con el tercer escuadrón contra Hannón. Sin el apoyo del resto de su flota, los cartagineses sufrieron una severa derrota. La mitad de las naves púnicas fueron capturadas o hundidas.
Tras la batalla, los romanos tomaron tierra en Sicilia para llevar a cabo las reparaciones y para que las tripulaciones pudiesen descansar. Las proas de los barcos capturados fueron enviadas a Roma para adornar el foro romano, de acuerdo con la tradición que se había iniciado tras la batalla de Milas. No mucho más tarde, el ejército romano tomó tierra en Cartago y comenzó la operación punitiva contra su enemigo, liderada por Marco Atilio Régulo. Las siguientes batallas de la Primera Guerra Púnica se librarían, por tanto, en tierras cartaginesas.
Pirro de Epiro (Segunda Parte)
Conquista de Palestrina
Cineas regresó ante Pirro, relatándole que no se podía esperar ningún resultado por vía diplomática. Consecuentemente, el rey decidió continuar la guerra con vigor. Avanzó a marchas forzadas hacia Roma saqueando los terrenos en su camino. A sus espaldas se hallaba el cónsul Levino, cuyo ejército había sido reforzado con dos legiones reclutadas en Roma mientras el Senado reconsideraba las ofertas de Pirro. En cualquier caso, Levino no se aventuró a atacar a las superiores fuerzas del enemigo, sino que se contentaba con hostigar su marcha y retrasar su avance mediante ágiles escaramuzas. En respuesta, Pirro prosiguió el avance a una marcha más lenta pero firme, sin encontrar una oposición digna hasta llegar a Preneste, la cual fue capturada. Se hallaba a sólo 30 kilómetros de Roma mientras sus avanzadillas llegaban hasta solamente 9 km al este de la ciudad. Una nueva marcha le habría llevado hasta las murallas pero allí vio frenado su avance. En este momento fue informado de que Roma había firmado la paz con los etruscos, y que el otro cónsul, Tiberio Coruncanio, había regresado con su ejército a la ciudad. Así se desvaneció toda esperanza de acordar la paz con los romanos, con lo que Pirro decidió retroceder lentamente a Campania. Desde ese lugar se retiró a sus cuarteles de invierno en Tarento, y ninguna otra batalla fue librada ese año.
Invierno en Tarento
Tan pronto como los ejércitos se acuartelaron para pasar el invierno, los romanos enviaron una embajada a Pirro con la intención de tantear el rescate de los prisioneros romanos o su intercambio por un número similar de prisioneros tarentinos o aliados. Los embajadores fueron recibidos con la mayor distinción, y sus entrevistas con Cayo Fabricio Luscino, portavoz de la embajada, dieron lugar a una de las más célebres historias de los escritos de Roma, embellecida y relatada de distintas maneras por poetas e historiadores.
Rehusó, no obstante, acceder a las peticiones de los romanos, pero al mismo tiempo, como muestra de su confianza en el honor romano y admiración hacia su carácter, permitió que los prisioneros fueran a Roma a celebrar las Saturnales, estipulando que regresaran a Tarento si el Senado Romano no aceptaba los términos que les había ofrecido previamente a través de Cineas. Como el Senado permaneció firme en su resolución, todos los prisioneros regresaron a Pirro, bajo la amenaza de ser condenados a muerte si permanecían en Roma.
Batalla de Ausculum
En su retirada hacia el sur, Pirro fue alcanzado por el ejército romano en una llanura rodeada de colinas cerca de la ciudad de Ausculum, a 130 km de Tarento. En este segundo encuentro entre las falanges macedonias y las legiones romanas, ambos ejércitos estaban en igualdad numérica. Pirro desplegó su propia infantería macedonia y su caballería, infantería mercenaria griega, aliados de Italia, incluida la milicia tarentina, la caballería e infantería samnitas y 20 elefantes de guerra. Para contrarrestar la flexibilidad de las legiones romanas, Pirro mezcló la infantería ligera itálica con sus falanges.
Después de la batalla de Heraclea, donde los elefantes de guerra produjeron un gran impacto sobre los romanos, las legiones romanas se surtieron de proyectiles y armas especiales contra estos animales: carros de bueyes equipados con largas picas y recipientes de cerámica ardiente para asustarlos, además de tropas que se desplegaban para proteger al resto del ejército y lanzar jabalinas y otros proyectiles para hacer retroceder a las bestias.
La batalla transcurrió durante dos días. Como era normal en aquella época, ambos ejércitos desplegaron su infantería en el centro y la caballería en los flancos. Al principio, Pirro situó a su guardia montada personal y a los elefantes de guerra justo detrás de la infantería como reserva.
En el primer día, la caballería y los elefantes de Pirro fueron bloqueados por los árboles y colinas donde se libraba la batalla. Sin embargo, las falanges no tuvieron inconvenientes en su enfrentamiento con la infantería itálica. Los macedonios derrotaron a la primera legión romana y sus aliados del ala izquierda, pero la tercera y cuarta legiones vencieron a los tarentinos, oscos y epirotas en el centro, mientras que los daunios atacaban el campamento griego. Pirro envió a parte de su caballería de reserva a tapar el hueco en el centro de su formación y a otro grupo de caballería, más algunos elefantes, para ahuyentar a los daunios. Cuando éstos se retiraron hacia una colina escarpada e inaccesible para los animales, decidió desplegar sus elefantes contra la tercera y cuarta legión. Estas también se refugiaron en las colinas arboladas, pero se vieron imposibilitadas de aprovechar la ventaja, ya que los arqueros y honderos que escoltaban a los elefantes dispararon proyectiles incandescentes, prendiendo fuego los árboles. Pirro envió a los atamanios, acarnanios (ambos pueblos griegos aliados de los epirotas) y samnitas para forzar a sus adversarios a salir de la arboleda, pero fueron dispersados por la caballería romana. Ambos bandos se retiraron de la batalla al anochecer sin que ninguno hubiera conseguido una clara ventaja.
Al amanecer, Pirro ubicó a su infantería ligera en el duro terreno que había resultado ser un punto débil el anterior día, lo que forzó a los romanos a entablar batalla en campo abierto. Al igual que en Heraclea, las legiones romanas y falanges macedonias trabaron combate hasta que una carga de elefantes apoyados por infantería ligera rompió la línea romana. En ese momento, los romanos enviaron a sus carros antielefantes, pero éstos solo resultaron efectivos durante unos breves instantes, ya que los psiloi (infantería ligera de armas arrojadizas), tras rechazar a la caballería romana, arrollaron a los soldados que conducían los carros. Los elefantes cargaron de inmediato contra la infantería, que comenzó a retroceder. Simultáneamente, Pirro cargó con su guardia personal para completar su victoria. Ante esta situación, los romanos se retiraron desordenadamente a su campamento.
Los romanos perdieron 6000 hombres y Pirro, 3500, incluidos muchos de sus oficiales. Esta victoria griega, con tan escaso margen y grandes pérdidas, llevó a la creación del término victoria pírrica: una victoria o logro que se consigue a través de un gran coste. En esta batalla, como ocurrió en Heraclea, el grueso de la acción recayó casi exclusivamente en las tropas griegas del rey, y el estado de Grecia, tras las invasiones galas de ese año, hacía inviable la posibilidad de que Pirro recibiera refuerzos desde Epiro. Así pues, Pirro evitó arriesgar las vidas de sus griegos supervivientes en una nueva campaña contra los romanos, por lo que ofreció una tregua a Roma. Sin embargo, el Senado romano se negó a aceptar cualquier acuerdo mientras Pirro mantuviese sus tropas en territorio italiano.
Recibió entonces dos embajadas procedentes de Siracusa. Tras una larga guerra civil entre Tenón y Sóstrato, la ciudad se encontraba indefensa ante la invasión cartaginesa y ambos generales buscaban el apoyo de Pirro. Esta empresa parecía más sencilla que aquella en la que se encontraba embarcado, y poseía la atracción de la novedad, que siempre había seducido al rey. No obstante, antes era necesario suspender las hostilidades con los romanos, que asimismo se hallaban deseosos de verse libres de un oponente tan formidable y asi poder completar la subyugación del sur de Italia sin más interrupciones. Como ambos bandos compartían deseos comunes, no fue difícil que llegaran a un acuerdo para finalizar la guerra. Esto ocurrió a principios de 278 a.C. cuando uno de los médicos de Pirro, llamado Nicias, desertó a las filas romanas y propuso a los cónsules envenenar a su señor. Los cónsules Fabricio y Emilio enviaron al desertor de vuelta ante Pirro, afirmando que aborrecían la idea de conseguir una victoria mediante la traición. Para mostrar su gratitud, Pirro envió a Cineas a Roma con todos los prisioneros romanos, los cuales entregó sin reclamar ningún rescate. Parece que Roma otorgó entonces una tregua a Pirro, no así una paz formal, ya que el rey no consintió en retirar sus tropas de Italia.
Cineas se encontraba en Roma para firmar la tregua cuando una flota cartaginesa de 120 barcos de guerra apareció de repente frente al puerto de Ostia. Los cartagineses les dijeron a los romanos que estaban dispuestos a aliarse con ellos durante el tiempo que durara la guerra con Pirro. Roma, animada por esta nueva alianza, canceló la firma del tratado, lo que cortó la carrera militar del rey, ya que las ciudades griegas, a las que él proclamaba defender, sentían que por su culpa habían perdido la oportunidad de aliarse tanto con Roma como con Cartago. La única esperanza habría sido aliarse con una de las dos potencias y provocar un enfrentamiento entre ellas. Si bien Pirro todavía tenía la ventaja militar, sus aliados griegos y tarentinos estaban cansados de su férreo liderazgo. En su opinión, la amenaza de Roma había terminado, la conquista total de la ciudad estaba más allá de su alcance y Pirro deseaba ir a otros lugares.
Campaña en Sicilia
Pirro se traslada a Sicilia en el año 278 a.C. dejando a Milo al cargo de Tarento y a su hijo Alejandro con otra guarnición en Locri. Los tarentinos reclamaron la retirada de sus tropas si éstas no iban a ayudarles en el campo de batalla, pero Pirro desatendió sus peticiones manteniendo la posesión de la ciudad, esperando ser capaz de regresar pronto a Italia con un ejército reforzado por griegos sicilianos, de cuya isla su imaginación ya le había coronado soberano.
Tras desembarcar en Siracusa, arbitró en la paz entre Tenón y Sóstrato, levanto el asedio cartagines que tenia en vilo a la ciudad y en poco tiempo reunió a todas las ciudades griegas de la isla. Luego, haciendose jefe de la confederación siciliana, arrebató a los cartagineses casi todas sus posesiones. Recibió soldados y dinero de otros gobernadores, como Heráclides de Leontino. Permaneció en la isla más de dos años, consiguiendo grandes éxitos, expulsando a los cartagineses y conquistando la ciudad fortificada de Erice, en un asedio en el cual fue el primero en subir las escalas, distinguiendose como de costumbre por su coraje. Fue proclamado rey de Sicilia, título que destinó a su hijo Heleno, mientras que reservaba el inexistente título de rey de Italia para su hijo Alejandro.
Los cartagineses se alarmaron de tal forma ante su éxito que le ofrecieron barcos y dinero a condición de que formara una alianza con ellos, a pesar de que no hacía mucho habían firmado un tratado con Roma. De forma poco inteligente, Pirro rechazó la oferta, la cual le habría reportado inmensas ventajas en su reanudación de la guerra contra Roma, y a instancias de los griegos sicilianos, rehusó cualquier tipo de pacto con los cartagineses si no evacuaban la isla por completo, los cuales ofrecieron aceptar si se les permitía quedarse con la impenetrable ciudad de Lilibea, porque sabían que si Pirro se marchaba, poco podrían hacer las ciudades griegas por su cuenta y estos podrían reconquistar todo lo perdido.
Pirro nunca estuvo más cerca de cumplir todos sus objetivos que en ese momento: delante de si tenía a Cartago humillada, Sicilia a sus pies, con Tarento conservaba la llave de Italia y una flota enteramente nueva, surtida en el puerto de Siracusa, servía de lazo a todas sus posesiones, cuyo engrandecimiento y seguridad le garantizaba.
Poco después, Pirro fue rechazado con fuertes pérdidas tras su asalto a Lilibea. De repente, el prestigio de sus éxitos se había esfumado. Tras la derrota, Pirro decidió atacar a los cartagineses en África. Pero los griegos sicilianos, que le habían invitado a la isla, ahora estaban deseosos de que partiera e intrigaron contra él. Esto llevó a represalias por parte de Pirro, quien actuó de forma calificada como cruel y tiránica por los griegos. Se vio envuelto en ardides e insurrecciones de todo tipo, y pronto estaba tan deseoso de abandonar la isla como antes estuvo de salir de Italia. Así pues, cuando sus aliados italianos le rogaron de nuevo su asistencia, regresó prontamente a la península. Antes de partir, se giró a admirar la isla y dijo en voz alta: «¡Qué buena arena de combate dejamos aquí para romanos y cartagineses!». Doce años más tarde, estas dos potencias se disputarían ferozmente el control de la isla en la Primera Guerra Púnica.
Regreso a Italia
Pirro regresó a Italia en otoño de 276 a.C. En su viaje fue atacado por una flota cartaginesa, perdiendo setenta de los barcos de guerra que había obtenido en Sicilia. Cuando desembarcó, tuvo que abrirse camino luchando contra los mamertinos, que habían cruzado el estrecho de Mesina para evitar su llegada. Les derrotó tras intensos combates y finalmente llegó a la seguridad de Tarento. Sus tropas contaban por entonces aproximadamente los mismos números que la primera vez que desembarcó en Italia, pero de una calidad muy diferente. Los fieles epirotas en su mayoría habían caído y sus fuerzas consistían principalmente en mercenarios reclutados en Italia y de cuya fidelidad sólo podía estar seguro mientras les condujera a la victoria, pagara sus sueldos y consintiera los saqueos.
Pirro no permaneció inactivo sino que comenzó rápidamente las operaciones, aunque la estación ya parecía avanzada. Recuperó Locri, que se había rebelado y pasado a los romanos. Como aquí se vió en dificultades para lograr el dinero necesario para pagar a todos sus soldados, y no consiguiendo más de sus aliados, fue inducido por algunos epicúreos a apropiarse de los tesoros del templo de Proserpina. Los barcos en que el dinero debía ser embarcado para ser transportado a Tarento, fueron devueltos a Locri por una tormenta. Esta circunstancia afectó profundamente al ánimo de Pirro: ordenó que los tesoros fueran reintegrados al templo y condenó a muerte al desventurado que le aconsejó cometer ese acto profano. Desde entonces, como él mismo comenta en sus memorias, vivió atormentado por la idea de que la ira de Proserpina le perseguía y llevaba a la ruina.
Batalla de Benevento
El año 274 a. C. representó el final de la carrera militar de Pirro en Italia. Los cónsules en Roma eran Manio Curio Dentato y Servio Cornelio Merenda, el primero de los cuales marchó a Samnio y después entró en Lucania. Pirro avanzó contra él, acampado a las afueras de Benevento, y resolvió atacarle antes de que llegara Cornelio. Como Curio no deseaba arriesgarse a entablar batalla solamente con su ejército, el rey planeó atacar el campamento romano a la caída de la noche. Pero erró los cálculos en tiempo y distancia: las antorchas se consumieron, los incursores equivocaron su camino y el sol ya asomaba en el horizonte cuando alcanzaron las colinas sobre el campamento romano. No obstante, su llegada cogió a los romanos por sorpresa, pero como la batalla parecía inevitable, Curio formó a sus tropas. Además, los romanos habían aprendido a neutralizar a los elefantes (verdaderos artífices de las victorias de Pirro) mediante flechas que en su punta tenían cera ardiendo.
Las exhaustas fuerzas de Pirro fueron fácilmente rechazadas, dos elefantes murieron y ocho más fueron capturados. Alentado por sus progresos, Curio no dudó en enfrentarse al rey en campo abierto. Un ala de los romanos resultó victoriosa, mientras la otra fue rechazada por la falange, que en su retirada fue cubierta por una lluvia de proyectiles procedentes de las empalizadas del campamento. Los proyectiles impactaron sobre los elefantes que quedaban, que volvieron sobre sus pasos y arrasaron todo a su paso.
Aunque la batalla no se decidió para ningún bando, Pirro perdió a sus mejores tropas, y en esa época se debía tener las mínimas bajas posibles. Era imposible proseguir la guerra más tiempo sin un nuevo ejército, por lo que pidió ayuda a los reyes de Macedonia y Siria. Como estos ignoraron sus súplicas, no le quedó otra alternativa que abandonar Italia.
Como consecuencia, los samnitas fueron finalmente sometidos y toda la Magna Grecia se perdió, aunque sus ciudades mantuvieron sus privilegios con la condición de que juraran lealtad a Roma. Los romanos nunca pudieron vencer a Pirro en batalla, pero sí consiguieron desgastarlo y ganarle la guerra a uno de los mejores generales de la Edad Antigua. Las Guerras Pírricas demostraron la superioridad de las legiones romanas frente a las falanges macedonias debido a su mayor movilidad. Nunca más los griegos tendrían un general tan capacitado para volver a enfrentarse a Roma.
Regresó a Grecia a fin de año, dejando a Milo con una guarnición en Tarento como promesa de regresar a Italia en algún momento futuro. Pirro llegó a Epiro a finales de 274 a.C. tras una ausencia de seis años. Trajo de vuelta sólo 8000 infantes y 500 jinetes, y tan poco dinero que ni siquiera éstos podía mantener sin emprender nuevas empresas militares.
Invasion de Macedonia
Por esto, a comienzos del año siguiente, invadió Macedonia, donde reinaba por entonces Antígono II Gónatas. Reforzó su ejército con un cuerpo de mercenarios galos, e inicialmente su único objetivo parecía ser el saqueo. Pero su éxito sobrepasó con creces sus expectativas: obtuvo sin resistencia la posesión de varias ciudades , y cuando finalmente Antígono avanzó a su encuentro, lo emboscó en un desfiladero, acabando con la mayoría de sus mercenarios y capturando sus elefantes. Antígono vio como su falange desertaba y daba la bienvenida a Pirro como nuevo rey, por lo que se retiró por el litoral, recuperando algunas ciudades costeras a su paso. Valoró especialmente Pirro la derrota de los enemigos galos, y consagró la mejor parte del botín al templo de Atenea de Itone. Pirro se convirtió así en rey de Macedonia por segunda vez, pero apenas había tomado posesión del reino cuando su espíritu inquieto le llevó a nuevas gestas.
Guerra con Esparta
Cleónimo había sido excluido del trono espartano muchos años atrás, y había recibido recientemente un nuevo insulto de la familia que reinaba en su lugar: Acrótato, hijo de Areo I, había seducido a Quelidonis, joven esposa de Cleónimo. Éste, ávido de venganza, acudió a la corte de Pirro y le persuadió para declarar la guerra a Esparta.
Pirro efectuó una expedición al Peloponeso. Mientras se encontraba allí, recibió a varias embajadas, entre ellas la espartana. Prometió enviar sus hijos a Esparta para que fueran entrenados según los preceptos de Licurgo. Mientras los embajadores remarcaban la naturaleza pacífica y amigable de Pirro, éste marchó a Laconia en 272 a.C. con un ejército de 25.000 infantes, 2000 jinetes y 24 elefantes. Cuando los enviados lacedemonios le reprocharon actuar en contra de sus palabras, éste respondió sonriendo:
«Cuando ustedes los espartanos resuelven hacer la guerra, es su costumbre no informar de ello al enemigo. No me acuses, por tanto, de injusticia, si he utilizado una estratagema espartana contra los mismos espartanos.»
Tal fuerza parecía imparable. En la ciudad no habían tomado medidas defensivas, y el propio rey Areo se encontraba en Creta auxiliando a los gortinos. Tan pronto como llegó Pirro, Cleónimo le urgió a atacar directamente la ciudad. Según Plutarco, como el día se hallaba avanzado, Pirro resolvió retrasar el ataque hasta el día siguiente, temiendo que sus hombres saquearan la ciudad si esta caía después del atardecer. Durante la noche los espartanos no se mantuvieron de brazos cruzados: Todos los habitantes, ancianos y jóvenes, hombres y mujeres, trabajaron incesantemente en cavar un profundo foso frente al campo enemigo, y al final de cada dique formaron una fuerte barricada de carretas.
Pausanias afirma que los espartanos presentaron batalla a Pirro, junto a sus aliados argivos y mesenios, y fueron derrotados, tras lo que el epirota se contentó con saquear el campamento enemigo. Según otros autores, al siguiente día, Pirro avanzó hacia la ciudad, pero fue rechazado por los espartanos, que luchaban bajo el mando de su joven líder Acrótato de manera digna a su fama ancestral. Renovó el asalto al día siguiente, sin mejor resultado. La llegada de Areo con 2000 cretenses y de Aminias de Focea, general de Antígono, con tropas auxiliares desde Corinto, obligó a Pirro a abandonar toda esperanza de conquistar la ciudad. No abandonó su tarea por completo, pues resolvió pasar el invierno en el Peloponeso y prepararse para nuevas operaciones a la llegada de la primavera.
Ataque a Argos
Mientras hacía estos preparativos, recibió la invitación de Aristeas, uno de los notables de Argos, para asistirle en su guerra civil contra su rival Arístipo, cuya causa favorecía a Antígono. Pirro comenzó su avance desde Laconia, pero no alcanzó Argos sin severos combates, pues los espartanos de Areo molestaron su marcha y ocuparon algunos de los pasos de montaña. En uno de estos encuentros murió su primogénito Ptolomeo, con gran dolor de Pirro, que vengó su muerte acabando con la vida del líder del destacamento espartano con sus propias manos. Cuando llegó a la ciudad de Argos, encontró a Antígono acampado en una de las colinas junto a la ciudad, pero no pudo inducirle a presentar batalla.
Existía un partido en Argos, que no pertenecía a ninguna de las facciones contendientes, ansiosa por librarse tanto de Pirro como de Antígono. Mandaron una embajada a ambos reyes, rogándoles que se retiraran de la ciudad. Antígono se mostró de acuerdo, y envió a su hijo como rehén, pero Pirro se rehusó.
Al anochecer, Aristeas permitió el paso de Pirro a la ciudad, quien marchó sobre el mercado con parte de sus tropas, dejando a su hijo Heleno con el grueso de su ejército en el exterior. Cuando se dio la alarma, la ciudadela fue ocupada por los argivos de la facción contraria. Areo y sus espartanos, que habían seguido de cerca a Pirro, entraron también en la ciudad. Antígono pudo introducir también una porción de sus soldados en el interior, bajo el mando de su hijo Alciones, mientras él permanecía fuera con el grueso del ejército.
A las luces del amanecer, Pirro vio que todas las plazas fuertes se hallaban bajo control enemigo, obligandolo a retroceder. Envió órdenes a su hijo Heleno para romper parte de las murallas, lugar por donde podría retirarse con mayor facilidad, pero a consecuencia de un error en la entrega del mensaje, Heleno intentó penetrar en la ciudad por el mismo lugar en que Pirro se retiraba. Las dos mareas se encontraron de frente, y para aumentar la confusión, uno de los elefantes cayó al suelo en la puerta, y un segundo se tornó salvaje e ingobernable. Pirro se hallaba a retaguardia, en un lugar más amplio, intentando mantener a raya al enemigo. Mientras combatía, fue ligeramente herido en el pecho por una jabalina y, al girar para vengarse del argivo que le había atacado, la madre del soldado, viendo a su hijo en peligro, arrojó desde el tejado de la casa en que se hallaba una pesada teja que golpeó a Pirro en la nuca. Cayó de su caballo aturdido y fue reconocido por uno de los soldados de Antígono llamado Zópiro. En ese mismo momento fue decapitado y su cabeza enviada a Alciones, que llevó exultante el sangriento trofeo a su padre Antígono. Pero éste apartó la mirada e hizo enterrar su cuerpo con todos los honores y sus restos fueron depositados en el templo de Démeter.
Legado
Pirro falleció en 272 a.C. a los 46 años de edad y en su trigésimo segundo año de reinado. Fue el mayor guerrero y uno de los mejores príncipes de su tiempo. Si se le juzga desde el punto de vista de corrección y moralidad pública, aparecerá como un monarca preocupado únicamente por su engrandecimiento personal, capaz de sacrificar los derechos de otras naciones para incrementar su gloria y satisfacción de sus ambiciones. Si se le juzga de acuerdo a la moral de su época, en que cualquier príncipe griego creía tener derecho a reinar sobre aquellos territorios que su espada pudiera ganar, vemos más rasgos dignos de admiración que de censura en su conducta.
El historiador griego Plutarco habla de él en estos términos: «Sin cesar pasaba de unas esperanzas a otras, de una prosperidad tomaba ocasión para otras varias, si caía intentaba reparar la caída con nuevas empresas, y ni por victorias ni por derrotas hacía pausa en mortificarse ni en ser mortificado».
El gobierno sobre sus dominios nativos parece haber sido justo e indulgente, pues sus epirotas permanecieron siempre fieles a su rey incluso durante su larga ausencia en Italia y Sicilia. Sus guerras en el extranjero se llevaron a cabo sin opresión o crueldad innecesarias, y se le acusa de menos crímenes que a cualquiera de sus contemporáneos. El mayor testimonio de la excelencia de su vida privada se percibe en que, en esos tiempos de traición y corrupción, siempre mantuvo el afecto de sus sirvientes. Por ello, con la solitaria excepción del médico que ofreció envenenarle, no se menciona ninguna ocasión en que fuera abandonado o traicionado por oficiales o amigos. Con su arrojo, su capacidad estratégica, su afable conducta y su porte real, pudo convertirse en el monarca más poderoso de su tiempo, si hubiera perseverado firmemente en el objetivo inmediato que tenía ante él. Pero nunca descansaba satisfecho con ninguna nueva adquisición, y siempre buscaba nuevos objetivos: Antígono le comparaba con un jugador de dados, que conseguía algunas tiradas afortunadas, pero era incapaz de aprovecharlas.
El historiador militar romano Frontino refleja algunas de las tácticas de Pirro en su libro Stratagemata: «entre muchos otros preceptos sobre el arte de la guerra, recomendaba no presionar nunca sin descanso tras un enemigo en fuga, no sólo para evitar que se viera obligado a resistir furiosamente a consecuencia de la necesidad, sino también para que en el futuro ese mismo enemigo se viera más inclinado a huir, sabiendo que su vencedor no intentaría destruirle en la retirada».
Guerras Celtíberas
Se denominan Guerras Celtíberas a los enfrentamientos bélicos producidos a lo largo de los siglos III y II a.C. entre la República Romana y los distintos pueblos celtíberos que habitaban en la zona media del Ebro, actual España. Estos enfrentamientos tuvieron una extensión temporal muy desigual en duración con diversas treguas, pactos, asedios y batallas.
Con la llegada de los romanos, los celtíberos tendieron a formar una gran confederación y a ejercer influencia en áreas muy alejadas de su territorio. Las relaciones entre Celtiberia y la Oretania, en el valle alto del Betis, eran intensas. La tendencia de unificación no parece que fuera obra de ningún jefe político o militar, sino de un proceso interno donde el papel más importante fue la posesión de los recursos mineros.
Las fuentes clásicas hacen mención de un país pobre con clima riguroso, un hábitat diseminado y de extensión muy reducida. La principal actividad económica que desarrollaban los celtíberos era la ganadería, influidos por la pobreza del suelo ya que desconocían las técnicas agrícolas avanzadas. Concentraban la riqueza en una jerarquía guerrera, lo que originó una fuerte desigualdad social que se traduciría en la organización de bandas de mercenarios y bandoleros que buscaban en el uso de las armas una posible salida a esa tradicional penuria.
Las estimaciones hablan de que la población de la Celtiberia prerromana probablemente estaba entre los 225.000 y 585.000 habitantes, basados en una densidad demográfica estimada de cinco a trece habitantes por kilómetro cuadrado, en un territorio de aproximadamente 45.000 km². Sobre esta base, los estudiosos modernos estiman que en la región había entre 18.000 y 50.000 guerreros en capacidad de portar armas, cifras confirmadas por el tamaño que alcanzaban a tener sus mayores ejércitos, de entre 15.000 y 35.000 combatientes.
Las citas de los autores clásicos sobre los celtíberos suelen hacer referencias concretas a la belicosidad de estos pueblos, conocidos por los romanos como mercenarios de los cartagineses desde la Segunda Guerra Púnica. Cuando los romanos desembarcan en Ampurias en el 218 a.C., su pretensión era cortar la fuente de suministros, tanto materiales como humanos, que desde la península Ibérica abastecía al ejército de Aníbal. Sin embargo, tras la expulsión de los cartagineses, decidieron quedarse en Iberia ocupando Levante y Andalucía, las zonas más ricas y desarrolladas.
Ya desde la rebelión de los pueblos íberos, en el 195 a.C., los celtíberos habían sido mercenarios de los turdetanos, vencidos por el cónsul Catón, que regresó a sus bases en Tarraco atravesando Celtiberia por primera vez y organizando la explotación sistemática de las provincias de Hispania.
Primera Guerra Celtíbera
A partir de entonces los romanos siguieron el modelo de explotación marcado por Catón, lo que llevó al desarrollo de rebeliones por parte de las tribus del centro de la península ibérica. La primera guerra celtíbera (181-179 a.C.) fue una guerra defensiva por parte de Roma.
Según Tito Livio, los celtíberos reunieron un ejército cercano a los 35.000 hombres, a lo que el cónsul Marco Fulvio Flaco respondió movilizando todas las fuerzas auxiliares posibles. Su objetivo era impedir la unión y proyección de los celtíberos sobre los bordes de la Meseta y su expansión hasta la Hispania Ulterior, el valle del Ebro y el Levante Ibérico. Así, en el año 193 a.C. el cónsul Fulvio venció a una coalición de vacceos, vetones y celtíberos en las cercanías de Toletum (Toledo), capturando vivo a Hilerno, su jefe. Las tropas dispersas se refugiaron en la ciudad lusona de Contrebia Belaisca que, según Apiano, había sido recientemente edificada y fortificada, y que luego fue tomada por el cónsul.
Con estas victorias como aval, se presentaron ante el Senado Romano los enviados de Fulvio dando cuenta de la sumisión de Celtiberia y la pacificación de la Provincia, solicitando autorización para que el ejército regresase a Roma. Sin embargo, el nuevo pretor de la Citerior, Tito Sempronio Graco, tenía informes de que sólo se habían sometido unas pocas ciudades, las más amenazadas por la cercanía de los campamentos de las legiones, mientras que las más lejanas continuaban sublevadas, por lo que se opuso a la retirada de los veteranos aun cuando ésta era la aspiración de los propios soldados, cansados de luchar en Hispania por tantos años y con tanta dureza.
Entre tanto, Fulvio Flaco aprovechó el retraso en la incorporación de su sucesor para devastar el Valle del Duero, donde sólo Catón había logrado penetrar cinco años antes. Esta acción, más que amedrentar a los habitantes, consiguió el efecto contrario, por lo que le tendieron una emboscada en su camino de regreso a Tarragona. Sin embargo, pese a los primeros momentos de sorpresa, los romanos terminaron vencedores en este nuevo enfrentamiento.
En el año de 180 a.C., Tiberio Sempronio Graco, nuevo procónsul de la Hispania Citerior, inició las luchas para someter a los celtíberos de la Meseta Norte. Acudió desde la Bética para liberar del asedio de 20.000 celtíberos a la ciudad de Caraúes, aliada de los romanos, con un ejército de 8000 infantes y 5000 jinetes. Logró tomar Contrebia y los pueblos vecinos, repartiendo las tierras entre los indígenas y fundando Gracurris para instalar en ella a las bandas de celtíberos sin tierras. Finalmente, en 179 a.C. salió victorioso en la batalla del Moncayo y acabó definitivamente con la rebelión, frenando radicalmente la expansión celtíbera fuera de los límites de su territorio.
Graco firmó pactos con las tribus de los belos y los titos, consiguiendo una cierta pacificación y atracción de las élites indígenas hacia Roma. Por estos pactos, los celtíberos debían pagar un tributo anual y prestar servicio militar en las legiones romanas. A cambio podían mantener la autonomía, pero se prohibía amurallar y fortificar nuevas ciudades. La última cláusula será fundamental, pues será alegada como causa desencadenante de la segunda Guerra Celtibérica.
Esta nueva forma de actuación promovida por Sempronio Graco refleja un nuevo talante en los modos de enfrentarse a los problemas hispanos. Evidentemente en sus comienzos no tuvo más remedio que aceptar la amarga herencia recibida, pero después, haciendo gala de una lucidez política extraordinaria y no queriendo traspasar los problemas como sus antecesores, los encaró de frente, dando pruebas de una conciencia hasta entonces desconocida. Obviamente tuvo que asumir los males pasados y combatir con las armas del mismo modo que ellos, pero después supo acercarse a la paz por el único camino posible: la negociación y el reparto.
Si bien el gobierno de Graco no difería demasiado de la política que Escipión había iniciado con el dominio romano en la península, en su gobierno se refleja un intento de consolidar e integrar las provincias hispanas en la administración romana. La postura de Roma, agravada por los problemas sociales y la pobreza de muchos sectores indígenas que les obligaba a un bandolerismo endémico sobre las ricas tierras del sur, que eran aliadas, desembocó en nuevos períodos de lucha.
Período entre guerras
Es frecuente leer en los textos dedicados al tema que gracias a esta política de los pretores la Península disfrutó de veinticinco años de paz, sin embargo esta afirmación no parece ajustarse a la realidad. Lo que sí es cierto es el hecho de que del período comprendido entre 177 y 154 a.C. se sabe realmente poco, en parte porque los sucesos que se produjeron no serían ruidosos ni decisivos, y en parte también por la pérdida de fuentes, ya que a partir del año 167 a.C. nos falta la historia de Tito Livio.
En cualquier caso, es claro que la paz no era un buen negocio para los pretores romanos ya que ésta no ofrecía oportunidades para enriquecerse, que era la razón fundamental que movía a éstos a solicitar prestar servicio en Hispania.
En el año 175 a.C. la situación se hizo crítica, por lo que los celtíberos iniciaron una nueva sublevación. Sin embargo, viendo que la fuerza no resolvería sus problemas, decidieron acudir a Roma con el fin de denunciar la insostenible situación que soportaban. Así, en el año 171 a.C., se presentaron al Senado Romano los legados de algunos pueblos hispanos, quejándose de la avaricia y soberbia de sus magistrados. También hicieron comparecer como acusados a antiguos pretores, designándose para defender los derechos de los denunciantes. Los hispanos recibieron seguridades para el porvenir, pero las disposiciones nacían muertas y las irregularidades se sucedían con absoluta impunidad.
Segunda Guerra Celtíbera
La excusa para el comienzo de la segunda fase de la guerra ocurre en el año 154 a.C. con la ampliación de la fortificación de Segeda, capital de los belos. El Senado romano lo consideró como una infracción de los acuerdos de Graco y una amenaza para sus intereses en Hispania. Sin embargo, Polibio atribuye el origen de la guerra al comportamiento de los gobernadores romanos, que habían convertido la administración romana en insoportable para los indígenas.
El senado prohibió continuar la muralla y exigió, además, el pago del tributo establecido. Los segedenses argumentaron que la muralla era una ampliación y no una nueva construcción y que se los había exonerado del pago del tributo después de Graco. Roma envió al Cónsul Nobilior al mando de 30.000 hombres. El hecho de que se empleara un contingente tan grande hace pensar que se buscaba un objetivo más importante que el de castigar a la pequeña ciudad. Al enterarse los habitantes de Segeda, se refugiaron en la ciudad de Numancia, perteneciente a la tribu de los arévacos, donde eligieron como jefe a Caro.
Nobilior marchó por el valle del Ebro hacia Segeda, donde destruyó la ciudad, tomó Ocilis y avanzó por Almazán hacia Numancia. En el camino, con 20.000 soldados y 5000 jinetes, Caro logró emboscar a los romanos causándoles 6000 bajas, pero al perseguirlos en desorden, la caballería romana cayó sobre él, matándolo y salvando al ejército romano.
Nobilior llegó ante Numancia, donde se le unieron tropas enviadas por Massinisa, que incluían diez elefantes de guerra. Parecía que los elefantes iban a ser una fuerza determinante ya que los numantinos no los habían visto nunca antes y mostraban un gran pánico, pero la caída de una enorme piedra hirió a uno de los elefantes, que enloqueció y cargó contra los atacantes romanos. El desorden que se generó fue tal que los celtíberos aprovecharon la ocasión para atacar a los sitiadores y matar a unos 4000 romanos.
Tras varias derrotas y de pasarse Ocilis, donde mantenía las provisiones y el dinero, al bando de los celtíberos, a Nobilior no le quedó otro remedio que recluirse en su campamento a pasar el invierno, donde muchos soldados murieron por el frío y los continuos asaltos de los numantinos.
Al año siguiente llegó como sucesor en el mando el cónsul Claudio Marcelo con 8000 soldados y 500 jinetes, cercó a Ocilis y les concedió el perdón. Ante las condiciones magnánimas de rendición, rehenes y cien talentos de plata, Nertobriga también pidió la paz. Marcelo les puso la condición de que todos los pueblos, arévacos, belos y titos, la pidieran a la vez, cosa que consiguió, pero algunos pueblos se opusieron porque habían soportado sus razias durante la guerra. Marcelo decidió enviar embajadores de cada parte para que dirimieran sus luchas y recomendó al Senado la aprobación de los tratados. Este desestimó las ofertas de paz y preparó un nuevo ejército al mando del cónsul Licinio Lúculo.
Marcelo declaró de nuevo la guerra a los celtíberos, que tomaron Nertobriga, y persiguió a los numantinos hasta la ciudad. El jefe de estos, llamado Litennón, pidió la paz en nombre de todas las tribus. Marcelo exigió rehenes y dinero y aceptó la paz antes de la llegada de Lúculo.
Tercera Guerra Celtíbera
Los celtíberos lograron un acuerdo de pacificación que incluía el pago de un impuesto de guerra, acuerdo que no fue aceptado por el Senado romano. Tras esta negativa, los numantinos, viendo el talante conciliador del cónsul romano, llegaron a un acuerdo de paz a cambio de una gran cantidad de dinero. En este año, tras varias victorias del lusitano Viriato sobre los romanos y el considerable aumento de la tensión, éstos se levantaron de nuevo en armas. La rebelión se consideró muy grave en Roma, por lo que se decidió enviar un fuerte ejército de más de 30.000 soldados al mando del cónsul Cecilio Metelo, y además se solicitaron las fuerzas de un honorable soldado de la guardia pretoriana que había demostrado sus dotes luchando contra las aldeas celtas, que llevó consigo 1500 pretorianos veteranos, los cuales hicieron historia en esta y otras batallas.
Cecilio Metelo estuvo en Hispania dos años y mostró un talante moderado, lo que llevó a los numantinos a negociar una paz que, a cambio de rehenes, ropa, caballos y armas, les convertiría en amigos y aliados de Roma. Sin embargo, el día en que debía ratificarse el acuerdo se negaron a entregar las armas. La ruptura del pacto enfadó enormemente a Roma, que consideró que la osadía de este pequeño reducto en los límites occidentales del Imperio no podía ni debía ser tolerada porque ponía en duda el prestigio militar romano.
El 141 a.C. se nombró cónsul a Quinto Pompeyo Aulo, rival político de Metelo, que llegó con un ejército de 30.000 soldados de infantería y 2000 jinetes. No destacó precisamente por su labor militar; como fue derrotado continuamente por los numantinos, se dirigió contra Termancia al considerar que era una tarea más fácil, pero fue de nuevo vencido con graves pérdidas. Temeroso de que fuera llamado para rendir cuentas ante el Senado, entabló negociaciones de paz con los numantinos, llegando a un acuerdo antes de la llegada de sucesor.
Popilio Laenas, el nuevo cónsul, no aceptó el pacto porque este no estaba aprobado por el Senado y el pueblo romano. Popilio envió embajadores a Roma para que querellaran allí con Pompeyo. El Senado decidió continuar la guerra y no admitir el pacto firmado. Atacó Numancia en 139 a.C., pero tras ser derrotado decidió saquear los campos de cereales de los vacceos para justificar su actividad militar.
La ineptitud llegó a su punto más alto un año después con Cayo Hostilio Mancino quien llegó a Hispania con un ejército de 22.000 hombres. Mancino sostuvo frecuentes enfrentamientos con los numantinos y fue derrotado en numerosas ocasiones. Al propagarse el rumor de que los cántabros y vacceos venían en ayuda de Numancia, se retiró del asedio refugiándose en el antiguo campamento de Nobilior. Pero los numantinos, menos de 4000, lograron rodearlo y obligarlo a capitular para salvar su vida y la de sus soldados. Los numantinos exigieron un tratado con paridad de derechos, y aunque se reconocían las conquistas anteriores de Roma, el Senado lo consideró el tratado más vergonzoso jamás firmado. Enviaron a Emilio Lépido, cónsul de Hispania Ulterior, y llamaron a Mancino a juicio a Roma.
Como castigo fue humillado por los propios romanos ante las murallas numantinas, siendo ofrecido a estos para que hicieran con él lo que quisieran: lo dejaron desnudo con las manos atadas a la espalda, en una ceremonia increíble teniendo en cuenta la enorme desigualdad de fuerzas entre ambos ejércitos. La suerte corrida por Mancino hizo que tres cónsules romanos, Marco Emilio Lépido Porcina, Lucio Furio Filo y Quinto Calpurnio Pisón no se atrevieran a atacar Numancia.
Asedio y conquista de Numancia
Este cúmulo de humillaciones dio lugar a que Roma enviara, en el año 134 a.C., a su mejor general, Publio Cornelio Escipión Emiliano, apodado entonces Africano Menor por haber destruido la ciudad de Cartago en la Tercera Guerra Púnica en el año 146 a.C.; y nieto adoptivo del vencedor de Cartago en la Segunda Guerra Púnica, Publio Cornelio Escipión el Africano.
La primera dificultad que se ofreció en Roma para designar a Escipión como jefe del ejército sitiador de Numancia fue que no tenía el tiempo prescrito para el consulado, por lo que tuvieron que cambiar el calendario y que los tribunos volviesen a derogar la ley en cuanto al tiempo, como habían hecho en la guerra de Cártago, y quedase en vigor para el año siguiente. El prestigio de tal general incitó a multitud de romanos a alistarse a sus órdenes, pero no lo consintió el Senado, pues Roma andaba empeñada en otras guerras.
Escipión marchó a la Península con 4000 voluntarios, tropas mercenarias de otras ciudades y de otros reyes que voluntariamente se ofrecieron. Además, con personas escogidas y fieles formó la llamada «Cohorte de los Amigos». Pidió dinero; negóselo el Senado, a lo que según Plutarco, Escipión contestó: «Me basta el mío y el de mis compañeros». Tal fue el esfuerzo personal con que aquel experimentado soldado se aprestó a la empresa.
Al llegar a la península, Escipión comenzó por someter al ejército que estaba allí desplegado a un durísimo entrenamiento. Desterró a todos los mercaderes, prostitutas, adivinos y agoreros, a quienes los soldados, consternados con tantos infortunios, daban demasiado crédito; prohibió montar bestias en las marchas, expulsó a los criados, vendió carros, equipajes y animales de carga, conservando solamente las necesarias. Poco después llegó a su campamento el rey númida Yugurta con 15.000 hombres. Cuando tuvo a su ejército moralizado, sumiso y acostumbrado al trabajo y a la fatiga, trasladó su campamento cerca de Numancia, cuidando de no dividir sus fuerzas ni de batirse sin antes explorar.
Cauto y sagaz, Escipión concibió el plan de guerra en reducir, cercar y sitiar a los numantinos hasta que faltos de fuerza, se rindieran. Así, para quitarles apoyo y favor de otros pueblos, se dirigió primeramente contra los vacceos a quienes los numantinos compraban víveres, arrasó sus campos, recogió lo que pudo para la manutención de sus tropas y amontonando todo lo demás, lo prendió fuego.
La decisión de asestar un ataque por bloqueo le llevó a ordenar la construcción de sólidos vallados que formaron una línea continua en torno a las murallas. Para un cerco de aproximadamente 4 kilómetros se necesitaron un total de 16.000 estacas. A éstas había que añadir otros postes para entrelazar la empalizada; en total unas 36.000 que fueron transportadas por 20.000 hombres. Cuando por fin estuvo preparada la defensa, los soldados pudieron trabajar con mayor tranquilidad en el levantamiento de la muralla y el foso, que en total medía unos 9.000 metros. Aunque desgastados por el paso de los años, aún hoy es posible distinguir restos de aquellos campamentos romanos.
Ordenó construir torres a un plethron (30,85 m) de distancia unas de otras, que rodeaban la ciudad y a su vez vigilaban los siete campamentos romanos. Las torres contaban con catapultas, ballestas y otras máquinas; aprovisionó las almenas de piedras y dardos, y en el muro se instalaron arqueros y honderos. También utilizó un sistema de señales, muy desarrollado para la época, que permitía trasladar tropas a cualquier lugar que pudiera estar en peligro.
Hizo otro foso por encima del primero y lo fortificó con estacas, y no pudiendo echar un puente sobre el río Duero, por donde los numantinos recibían tropas y víveres, levantó dos fuertes, y atando unas vigas largas desde uno al otro, las tendió sobre la anchura del río. En estas vigas, añade el historiador, había clavado espesos pinches de hierro, los cuales, girando siempre con la corriente, a nadie dejaban pasar, ni a nado, ni buceando, ni en barco sin ser visto.
En total contaba con más de 60.000 soldados, entre los que figuraban guerreros locales, más los arqueros y honderos correspondientes a doce elefantes (que actuaban como torres móviles) que trajo Yugurta. Destinó la mitad de las fuerzas para guardar el muro, preparó 20.000 hombres para las salidas que fueren necesarias y dejó de reserva otros 10.000. Dio Escipión el mando de un campamento a su hermano Máximo y él tomó el otro, y todos los días y noches recorría por sí mismo la circunferencia con que tenía cercada la ciudad.
Con estos datos históricos y haciendo aplicación de ellos en un concienzudo estudio topográfico del terreno que rodea el cerro de Numancia, el profesor de Historia Adolf Schulten, de la Universidad de Erlangen, Alemania, logró descubrir en cinco años los restos de dichas fortificaciones y los siete campamentos o fuertes de Apiano, presentándolos al Instituto Arqueológico de Berlín. La primera conclusión que sacó de sus descubrimientos es que los campamentos de Escipión no fueron obras de barro y madera como los construidos por César ante Alesia en la Galia, sino construcciones de piedra como las del tiempo del Imperio.
Según Apiano, sólo Retógenes el Caraunio, héroe de la guerra de los celtíberos contra Roma, pudo burlar este cerco para pedir ayuda las ciudades vecinas con algunos soldados y algo de caballería. Los jóvenes de la ciudad de Lutia simpatizaron con la rebeldía de Retógenes y decidieron prestarle ayuda, pero los ancianos, temerosos de las represalias que pudieran sufrir por parte de los romanos, decidieron informar a Escipión. Este marchó sobre Lutia y apresó a 400 hombres jóvenes, a los que mandó cortar la mano derecha para impedirles así levantar su espada contra Roma y morir en combate con honor.
Tras casi 50 años de guerra y quince meses de asedio, la ciudad cayó vencida por el hambre en el verano del 133 a.C. Los numantinos incendiaron la ciudad para que no cayera en manos de los romanos, la mayoría de sus habitantes prefirieron suicidarse a entregarse y los pocos supervivientes fueron vendidos como esclavos. Escipión regresó a Roma y allí celebró su triunfo desfilando por las calles con cincuenta de los numantinos capturados. Para entonces, Numancia ya se había convertido en leyenda. Su destrucción puso fin a las guerras celtíberas y aunque hubo otras rebeliones en el siglo I a.C. (guerra sertoriana, guerra cimbria) nunca volvieron, como pueblo, a inquietar a los romanos.
Consecuencias
La Celtiberia había sufrido años de lucha continua que ocasionaron el desplazamiento y la reducción de las poblaciones y la devastación generalizada del territorio, con las consiguientes secuelas sociales y económicas. Pero también Roma sufrió las consecuencias del enfrentamiento tan duradero. Las lagunas del sistema político-legislativo republicano quedaron en evidencia, la dilatada duración de la guerra fue fruto del rígido mecanismo jurídico romano y de las rivalidades internas de las distintas facciones senatoriales. La leva continua de campesinos itálicos, base del ejército romano republicano, para las distintas campañas incrementó las tensiones sociales que tuvieron su apogeo poco después, en la época de los Gracos. El alistamiento por Escipión de clientes y amigos sirvió de precedente a otros posteriores y esbozó unos métodos de corte principesco que, en el siglo siguiente, acabarían con el régimen republicano en Roma.
La actitud de los numantinos impresionó tanto a Roma que los propios escritores romanos ensalzaron su resistencia, como Plinio o Floro, convirtiéndola en un mito, que se unió a los de otras ciudades y pueblos de la península que lucharon hasta el final, como Calagurris, Estepa o las ciudades cántabras, entre otras. Esta lucha ha dejado huella en la lengua española, que acoge el adjetivo «numantino» con el significado: «Que resiste con tenacidad hasta el límite, a menudo en condiciones precarias», según la Real Academia de la Lengua.
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